Carné de conducir

Carné de conducir

La vida en un pueblo suele ser más acogedora que en una gran ciudad, aunque uno no debe cerrar los ojos a la realidad y ser consciente de que las ventajas vienen acompañadas a veces de una serie de inconvenientes. Vivir en un pueblo genera determinadas necesidades para quienes no quieren perder la libertad de movimientos, para aquellos que no desean ajustarse a los horarios inflexibles de los transportes públicos. Es normal que la gente en cuanto cumple la mayoría de edad se decida a sacarse el carné de conducir, no tanto como divertimento, sino más bien como una herramienta imprescindible para no tener que depender de nadie. La libertad a precio de oro, pues está claro que las autoescuelas españolas hacen su agosto durante todos los meses del año, salvo en el mes estival. Tal vez la ley de la oferta y de la demanda ha disparado los euros como en todas las actividades de la vida cotidiana. ¿Quién determina el riesgo al que está expuesto un monitor de autoescuela?

¿Quién controla el uso y el abuso que algunos, no todos, ejercen sobre los imberbes aprendices? A nadie se le ha ocurrido cuidar con esmero estos matices. A nadie se le ha pasado por la cabeza que hoy en día el carné de conducir es casi tan útil como el carné de identidad. Uno debe coger el coche para ir al cine, para ver una obra de teatro, para ir a la playa, para salir de marcha con la intención de que el paisaje cambie de vez en cuando. Incluso hay quienes tienen el vehículo como medio de ganarse el pan. El coche es tan necesario que sólo lo echamos en falta cuando no disponemos de él. A algunos jóvenes se les atraganta el teórico, aunque las prácticas se convierten a menudo en una tortura. Saltan a la palestra nervios que nos conducen, y nunca mejor dicho, a calabazas; ansiedad que nos lleva por la calle de los miedos; a renovaciones de papeles que llevan escritos una cifra considerable de ceros. Que no pase lo de siempre, que la ley sea una telaraña que detiene a las moscas y deja pasar a los pájaros.