19 Feb Dulce navidad
Cuando el turrón todavía sigue buscando el acomodo en las redondeces de unos cuerpos, cuando el tabaco recupera con fuerza sus humos en aquellos que fuman, cuando el hígado empieza por quitarse de encima el aguacero del alcohol, cuando los días se establezcan del estrés impuesto por las fiestas, cuando las navidades mueran de longevidad, uno se ve abocado a deambular por la incertidumbre del futuro, por la huelga de bolsillos caídos del presente.
En un mundo en el que Los Reyes Magos conocen peor la letra impresa de La Biblia que los rótulos luminosos de los centros comerciales, uno no tiene más remedio que afrontar un nuevo año con la esperanza de que la vida nos muestre su cara más amable y nos sonría en las noches de invierno. Siempre hay un tiempo, un cuando que nos obsesiona y que siempre vamos aplazando para una ocasión venidera. Las fronteras de las uvas sirven con frecuencia para crear una lista propia de propósitos posibles e imposibles. Y uno aparece decidido a llevar a cabo un lavado de cara espectacular que ha ido aplazando en el pasado.
De nuevo el día a día nos sumerge en la rutina, nos engancha en una existencia cotidiana que conformamos detalle a detalle como un rompecabezas que permanece fiel a su significado literal. Conforme uno va creciendo, va dejando en el camino nostalgias y ausencias durante estas fechas, recobra la conciencia de los que ya no están presentes. La cuesta de enero se hace más pendiente si cabe con la compañía de esos fantasmas que vuelven por navidad. Para otros el mes de diciembre se tiñe de alegría y de reencuentro con los suyos, la excusa perfecta para convivir en familia, la llegada de los que están lejos y el villancico ilusionado de los niños. Nunca llueve a gusto de todos, a pesar de que la lluvia es necesaria.
Después del espejismo de estas semanas, ¿qué nos queda ahora, sino volver a ser nosotros mismos? En la mayoría de los casos con unos kilos de más.