PRÓLOGO DE SUEÑOS DE HADAS SIN HADA MADRINA, DE ALEJANDRO PÉREZ GUILLÉN, ESCRITO POR JUAN JOSÉ TÉLLEZ RUBIO

PRÓLOGO DE SUEÑOS DE HADAS SIN HADA MADRINA, DE ALEJANDRO PÉREZ GUILLÉN, ESCRITO POR JUAN JOSÉ TÉLLEZ RUBIO

ALEJANDRO PÉREZ GUILLÉN, LA NOSTALGIA DE LA MARCHA ATRÁS

Por los predios de Juan Lobón, circulan ahora rugientes autovías y en la patria profunda del “Seisdedos”, donde la voz de a degüello de la intolerancia gritaba “ni muertos ni heridos, tiros a la barriga”, abre a diario una biblioteca, donde un hombre joven cultiva la audacia del verso, el vértigo de la palabra, el afán de la lectura que, como bien se sabe, no conduce a nada bueno.

Delgado y a primera vista fosilizado en la apariencia de la juventud, sabe que el mundo no termina en las lindes del término municipal, que ya no es aquel viejo poblacho como los que solían aparecer en los campos machadianos, demasiado lejos de las librerías y peligrosamente cerca de la fe del carbonero.

El tipo edita versos, como los que ahora guarda este libro que usted sostiene entre las manos. No son estos los primeros poemas que escribe y publica Alejandro Pérez Guillén, nacido treinta años hace, y que ya había visitado la imprenta con dos títulos anteriores, “Entrevista con la palabra” (1997) y “El cadáver dormido de la historia”, un cuaderno editado por Bellasombra en 2001. Su poesía destila experiencia y lecturas, empirismo y culteranismo, propio de un tipo capaz de citar a Virgilio o a Arturo Pérez Reverte, sin que se le enarque una ceja.

Como en cualquier otro escritor, sus asuntos guardan relación con los eternos. Esto es, el amor y la muerte, o el paso del tiempo: “El coche de la memoria lleva / la nostalgia de la marcha atrás / desempolvando los vestidos de la juventud / en el armario de los recuerdos./ La vida es un mordisco al aire / que pretendo agarrar con dientes de leche. / El tiempo muerde las caries de los años / y la calvicie dental nos enseña / que la vejez se identifica / con una dentadura postiza…”, según recuerdo de una propia cita suya.

Nacido en Benalup-Casas Viejas, ese tesonero pueblo de La Janda que arrastra setenta años de terrible memoria colectiva, el joven Alejandro Pérez también se sintió heredero de este trágico patrimonio común. No en balde, durante cierto tiempo, mantuvo en “Diario de Cádiz”, una sección titulada “Memoria de papel”, en la que una vez refirió de viva voz ese compromiso con el recuerdo que, desde mi punto de vista, guarda estrecha relación con su obra literaria: “Si pasáramos de puntillas por la historia, cabría decir que Benalup era un pueblo de jornaleros y trabajadores del campo que quedó abrazado bajo el poder de Medina Sidonia –escribía Alejandro Pérez entonces–. El hambre y el hombre eran sinónimos capaces de morder, pero incapaces de comer. Ante esta situación de salvaje explotación sufrida por nuestros antepasados, se vieron obligados a escribir con sangre la Tragedia de los Sucesos de Casas Viejas.

La desesperación hizo posible que unos campesinos salieran a la calle a proclamar el comunismo libertario en una huelga que no tuvo continuación en el resto de España. Se mascaba la muerte a pasos agigantados y esa sublevación encontró una respuesta fulminante en el gobierno. Muchos opinan que estos acontecimientos precipitaron el adiós de Azaña y el suicidio de la II República”.

El sentido de la épica se abrazaba con el de la lírica: “Era el año 33. / Todo presagiaba ese fin. / Un mendigo deshojaba / los pétalos crucificados de la muerte / a los 33 años. / Era demasiado joven para comprender / que aún no había nacido / y la muerte campaba a sus anchas / en la alfombra ensangrentada de mi cuna”.

Paradojas de la historia, esos sangrientos blasones de la historia local contrastan con la realidad reciente de un pueblo tan joven, que él asistió a su nacimiento como municipio: el suyo era un pueblo tan joven, que él asistió a su nacimiento. Ahora, allí, se le celebra como el primer escritor local, que haya crecido y estudiado entre sus calles, desde la «Miga de Pilar», hasta su licenciatura en Filología Hispánica por la Universidad de Cádiz. A partir de ahí, busca sus maestros inmediatos, en la obra de la generación del 50: Fernando Quiñones y Pilar Paz Pasamar, principalmente.

Ese genius loci podría perjudicarle sobremanera si no fuera por el hecho de que, al igual que tales referentes, en la vida y en la obra de Alejandro Pérez, late una gana universal, que le arrima a los grandes temas de la historia de la literatura, trascendiendo modas literarias coyunturales y apegándole a un clasicismo remozado, con un claro gusto por la palabra pero, a su vez, por los contenidos: “Y es que muero / por vivir en los sueños. / Muero en el olvido de los sauces, / lloro los miedos perdidos por el miedo / en unas lágrimas que mojan / las hojas del recuerdo”.

Junto con otros amigos y correligionarios líricos, Alejandro Pérez Guillén fletó la revista cultural “Partenón o ruinas de la palabra”, que viene editándose en Benalup y que presta un especial interés a la divulgación de la literatura contemporánea entre lectores no iniciados: “Que nadie se crea que escribir es un don divino sino un trabajo duro y feliz al mismo tiempo”, parece ser su lema explícito, su mascarón de proa.

Lejos de los cenáculos literarios al uso, apartado por la geografía y por su carácter personal de los corrillos de los eruditos a la violeta, el joven bibliotecario, el joven escritor, el joven promotor de revistas y recitales poéticos, defiende su propio mester de juglaría consciente de que no sólo ejerce una aventura personal sino que asume el oficio de voz de la tribu, con tanto denuedo como memoria. La crítica podrá decir misa: textos manifiestamente mejorables, por supuesto, como lo son todos. Pero textos a flor de piel, textos en carne viva, textos sin pretextos.

El poeta ya no es un eremita en su beatus ille. Va y viene, tal vez con la lentitud del transporte público, por las ciudades del entorno, se familiariza con los nuevos afeites líricos, pero retorna a casa con la convicción de que él forma parte de ese mismo paisaje, que es como una iglesia o una cantina, que él será también pieza de recuerdo entre los suyos aunque quizá su última ambición sea la de todos, vivir y trascender. Eso sí, desconfía en el fondo de que las hadas sean mejores que las madrastras. Y comprende al dedillo, con Juan Rulfo y con García Márquez, que para ser universal es bueno haber vivido en un sitio parecido a Comala o a Macondo.


Juan José Téllez Rubio