18 Abr CAPÍTULO INÉDITO DE BARBATE, escrito por alumnos de 4º de ESO
Versión realizada por alumnos de Barbate basada en la novela de Benito Pérez Galdós Trafalgar
Gabriel, harto de permanecer como paje en la casa en la que vivía doña Rosita con su marido Rafael Malespina, decide irse, pues no soporta estar junto a la mujer que ama cuando ésta comparte su vida con otro hombre. Después de meditar durante unos días su incómoda situación y movido por la duda y el miedo, ya que la decisión lo alejaría de su querida Rosita, buscó diversas fórmulas para llevar a la práctica la despedida.
En un primer momento pensó recoger sus cosas y largarse sin más. De ese modo se evitaría el doloroso trance del adiós, pero igualmente sería incapaz de confesarle a Rosita sus verdaderos sentimientos y el amor que sentía hacia ella.
Una idea más descabellada consistiría en reunir a Rosita y a su marido e inventarse una excusa ineludible para dejar el lugar sin decir el auténtico motivo que le hacía huir.
Una solución menos traumática sería escribirle una carta a Rosita explicándole las razones por las que se había ido. Ella entendería rápidamente su postura y desde el papel le resultaría más sencillo decir la verdad.
Dar la cara sería una actitud mucho más valiente, pero se necesita un coraje especial. Enfrentarse cuerpo a cuerpo con Rosita y a solas sería la solución perfecta.
Tras un tiempo pensando cuál de estos caminos tomaría, llegó a la conclusión de redactar la carta, pues era un método más cómodo y lo suficientemente distante como para no olvidar ningún detalle.
Querida Rosita:
Confío en que hayas echado en falta mi presencia y que a raíz de eso te hayas hecho diferentes cuestiones por las cuales me he podido ir de tu lado. No es una decisión que me agrade, pues la he llevado a cabo porque no puedo afrontar mis verdaderos sentimientos hacia ti. Creo sinceramente que es la mejor opción que tenía entre manos. Te pido mis más humildes disculpas por habértelo expresado de esta forma y no haber tenido el valor de decírtelo antes y de otro modo.
Te ruego que esta carta quede como secreto entre los dos, pues su contenido nos afecta a ti y a mí en exclusiva. Con total seguridad te mereces algo más que esta carta, aunque intentaré contártelo más detalladamente en las siguientes palabras.
Rosita, ya te habrás dado cuenta de que lo que yo siento por ti es algo más profundo que un amor de hermanastros. Todo el tiempo que he permanecido junto a ti lo he pasado muy mal, porque no podía verte en brazos de otro hombre. He intentado ocultártelo, pero los sentimientos me ahogan y he llegado al extremo de tener que llevarme mis miedos a otra parte. Quisiera decirte por primera y última vez esas dos palabras que tanto me están costando sacar de mi pecho: Te quiero y espero que nunca te olvides de mí.
Hasta siempre tu amado abandonado.
Después de terminar el duro trámite de la despedida de la casa, Gabriel cogió sus cosas y emprendió un camino desconocido en busca de Marcial. Era una noche oscura y tormentosa. Se dejaba guiar por la brújula momentánea de la luna. Mientras llovía a cántaros, sus lágrimas se perdían entre las gotas del temporal. Temblaba de frío, pero, a pesar de todo, mantuvo firme su propósito y siguió luchando hasta que pudo encontrar un lugar para refugiarse y descansar de esa pesadilla. En cuanto recuperó las fuerzas, continuó su trayecto y a lo lejos, al cabo de unas horas, pudo divisar un pueblo. Se fue acercando hasta descubrir que era Benalup y decidió pasar el resto de la noche allí.
Cuando los primeros rayos del sol hicieron mella en sus ojos cerrados, siguió los pasos que le deparaba el destino hasta que alguien montado en una motito se detuvo ante él. Era una pobre, pequeña y arrugada anciana, con un culo respingón y orejas de soplillo. Era una vieja de campo muy trabajadora que la recuerdo fundamentalmente por su gran bigote que nos invitaba a pensar que no se depilaba en años, pues tenía pelos gordos y negros como los cojones de un borrico. Noté que no se lavaba muy a menudo por el olor tan peculiar que desprendía su cuerpo. Por último mis ojos se fijaron en una de sus alpargatas que estaba rota. Por el boquete se le salía un dedo gordo que tenía un juanete desagradable y una larga y amarillenta uña. Llevaba un pañuelo negro de lunares blancos y unas gafas donde, con dificultad, se le apreciaba una tierna mirada. Le ofreció un sitio en su variopinta moto y Gabriel no lo dudó un solo instante. Le dijo que no iba a ningún lugar en concreto, sino que salía en busca de un amigo que al parecer había muerto, pero Gabriel no se quedaba conforme hasta que lo viese vivito y coleando o por el contrario contemplara con tristeza su cadáver. Ninguna de las dos cosas había ocurrido hasta entonces. Antoñilla arrancó la moto y en ese momento dio un respingo. Lanzaba un ruido ensordecedor, pues el tubo de escape estaba arrastrando e iba a gran velocidad por la carretera que conducía a los Caños de Meca, lugar hacia donde se dirigía Antoñilla.
Por el camino la vieja cantaba:
A lo loco, a lo loco,
una vieja montada en una moto.
A lo loco, a lo loco
se me van saliendo los mocos.
Los dos motorizados pasaron por Vejer donde Gabriel tenía muchos recuerdos cuando vivió con los padres de Rosita. A un lado dejaron la nostalgia de esa ciudad que se divisaba en las alturas y se dirigieron a Barbate. Allí pararon en el bar Joselón donde Antoñilla tenía varios pretendientes. Se tomaron un café bien cargado para entrar en calor, ya que, después de un frío y largo viaje, eso era lo que les apetecía.
Tras el merecido descanso emprendieron rumbo a Los Caños de Meca. Por el camino tuvieron un percance un tanto cómico: un ganado de vacas charolesas cruzaron en fila la carretera y Antonilla no tuvo más remedio que bajarse de la moto y con un valor impropio de su edad espantar a esos animales sin que se despeinara.
Llegaron un tanto cansados al final del recorrido y Gabriel se despidió de su anciana amiga con un beso de agradecimiento en la mejilla. La apariencia no hace al monje, pensó nuestro protagonista cuando se quedó de nuevo a solas.
La playa de Los Caños era un paraíso inigualable que le hizo esbozar una sonrisa cómplice con el escenario en el que se encontraba. A lo lejos divisó el faro, desde donde se podía contemplar el marco donde transcurrió la batalla de Trafalgar. Quiso encaramarse a su cima y desde las alturas se quedó asombrado viendo el horizonte. Buen sitio para pasar las noches bajo el refugio de las miradas indiscretas y del temporal que se nos puede venir encima, masticó entre dientes. Allí se hospedó varios días sin esperanzas en el alma de encontrarse con su querido Marcial.
Inesperadamente vio venir un hombre humilde y desaliñado, de larga barba, pelo sucio y estropeado. Su ropa rota y mugrienta vestía un cuerpo demasiado delgado que ofrecía cierta desconfianza hasta que la cercanía de ese individuo permitió que Gabriel lo mirase detenidamente y, tras restregarse los ojos porque no se creía lo que estaba viendo, se dio cuenta de que era Marcial con su pata de palo. El azar había conseguido de un plumazo unir a dos amigos separados por la tragedia de la batalla de Trafalgar.
Marcial le contó que había ido a Vejer para visitar a su inseparable amigo Alonso Gutiérrez Cisniega y a su mujer doña Francisca. Fue una odisea el viaje, le confesó, pues empezó a llover cuando comenzaba a ascender la cuesta que nos llevaba al pueblo. Me resguardé con un cartón que encontré en el aparcamiento del LIDL, pero entre la pata de palo y la lluvia no podía subir la maldita pendiente. Distinguí a El Lope que es repartidor de pizza por la zona y le pedí que me ayudara a alcanzar la cima de esa cuesta enorme.
-Lope, compadre, acércame a la casa de Alonso.
-Venga, picha, móntate que yo te llevo, le comentó el repartidor de pizzas.
Cuando iban ascendiendo, en una curva de escasa visibilidad, se les cruzó un camión y rodaron cuesta abajo chocándose con un puesto de tagarninas. Ya no tuvieron más percances por el camino. Llamó a la puerta de Alonso y su mujer Francisca, más conocida como “La Paqui”, abrió y por poco le da un infarto, porque, al ver a Marcial con las pintas que llevaba, se creía que era uno de esos que acuden a las casas ajenas para pedir dinero. Paqui se disponía a coger la escoba y partirla en la cabeza de ese desconocido hasta que el viejo marino soltó estas palabras.
-Paqui, Paqui, para. ¡Que soy Marcial!
Paqui se detuvo y se quedó petrificada. Pasó un momento y al final lo dejó entrar.
-¿Qué te pasó, Marcial?, preguntó desconcertada la mujer, como si estuviera delante de un fantasma.
-Me salvé por los pelos. Mejor dicho, por la pata de palo, respondió Marcial mientras esbozaba una sonrisa estúpida. ¿Y Alonso?
-Ha salido hace ya un rato. No tardará en venir porque nunca se pierde el almuerzo. Quédate con nosotros a comer.
Francisca puso la mesa y trajo un plato de fideos con caballas que tenía preparado y que estaba para chuparse los dedos. De repente se oye el sonido estridente de una llave que empieza a abrir una puerta. Aparece Alonso y en cuanto ve a Marcial se abalanza corriendo sobre él.
-¡Qué alegría me has dado, cojo madera! ¡Pensaba que estabas muerto! ¡Te imaginaba ya en el hoyo!, musitó entre dientes al mismo tiempo que una lágrima se escapaba por su mejilla.
-A mí me lo vas a decir que he estado flotando varios días como una gaviota ahogada.
Y los dos amigos estuvieron hablando y hablando mientras daban cuenta de ese suculento plato de Fideos con caballas y tortillitas de camarones. La noche amenazaba con presentarse de un momento a otro, así que después de ponerse al tanto de sus vidas, Marcial regresó a Vejer. Llegó a su cuarto y como casi todas las noches la pesadilla de su vida acudía puntual a su cita.
Marcial fue arrastrado por una enorme ola hacia las profundidades del fondo marino. Esos segundos fueron con diferencia los peores de su vida. Tantos sentimientos de angustia al mismo tiempo y un fuerte golpe en la cabeza por la fuerza incontenible de una ola dejaron inconsciente durante un par de horas al viejo Marcial. Gracias a su pata de palo, a la que se agarró como si en ello le fuera la existencia, pudo llegar, aunque eso sí con dificultad, a la superficie. Cuando por fin volvió en sí, descubrió que se hallaba en medio de la nada. Por donde quiera que mirara sólo había agua. De repente se le vino a la cabeza el recuerdo de su esposa Catalina y lo poco que había pasado a su lado por su obsesión con participar en todas las guerras en las que se embarcaba nuestro país. Su mujer le pedía siempre que no zarpara, que tal vez ésa sería la última vez que se verían con vida, pero Marcial nunca la escuchaba. Tal vez por eso se sentía culpable. La muerte de Catalina se produjo mientras luchaba en la expedición a la Martinica. Sin saberlo la mujer de su alma se encontraba postrada en la cama gravemente enferma. A su vuelta se tropezó con la desagradable noticia de que su esposa había fallecido hacía ya dos semanas y desde entonces Marcial nunca volvió a ser el mismo. Se pasaba días y días encerrado en su habitación sin hablar con nadie y, cuando lo hacía, no derrochaba ningún síntoma de educación, sino al contrario soltaba alguna que otra grosería. En ese estado vivió tres o cuatro meses hasta que recapacitó y se dio cuenta de que si no cambiaba también perdería a su hijo Juan al que quería con locura y a su pequeño nieto Miguel con el que le encantaba jugar y contarle sus batallitas de cuando era mucho más joven. Un ruido hizo que todos sus recuerdos se desvanecieran. Eran los gruñidos de sus tripas, pues llevaba 26 horas sin comer nada. Estaba muy agotado por tener que mantenerse a flote. El agua estaba helada y sus huesos parecían que eran de cristal y se estaban desmoronando. Le había subido la fiebre y regresó a las andadas. Su mente se apoderó de alucinaciones de nuevo. En su delirio veía a su mujer con el cabello suelto, un largo vestido azul turquesa y unas alas grandes de plumas blancas. De fondo se apreciaba una luz tan luminosa que resultaba cegadora e impedía que viera con claridad el rostro de Catalina. Ella le susurraba con voz armoniosa y celestial que no se podía dejar vencer, que luchara por su vida y que aún no le había llegado su hora, que no tuviera miedo porque cuando llegara, ella estaría junto a él. De pronto ella extendió su brazo derecho y le pidió que la siguiera. Marcial intentaba alcanzarla, pero se sentía muy débil. Poco a poco la imagen de su mujer fue desapareciendo, así como la luz que la acompañaba. Entonces en un momento de lucidez Marcial comprendió que todo lo sucedido había sido producto de su imaginación o mejor dicho, provocado por la fiebre tan alta que le había dado. Aún así siguió sacando fuerzas de donde no la había y nadó todo lo que pudo recorriendo la estela que le había marcado esa alucinación. Las fuerzas empezaban a flaquear y dejó de nadar. Permaneció medio muerto flotando como podía entre las olas del mar.
De improvisto sintió como algo o alguien tirara de él hacia arriba, pues ya no notaba cómo las ondas le azotaban la cara. Miró hacia todas partes aterrorizado y confuso sin entender nada. Cuanto más pensaba en aquello que lo elevaba, más miedo sentía y sin darle más vueltas al asunto se puso de pie de un salto. El animal, al sufrir un intenso dolor provocado por la pata de palo que Marcial le había incrustado en el lomo, se movía muy inquieto. Marcial, lleno de pánico por los desesperados movimientos del animal, se tiró de nuevo al mar y desde la alfombra de agua sobre la que estaba recostado pudo observar que se trataba de un enorme atún que por lo menos debía pesar 600 kilos y tener tres metros de largo. El atún muy dolido por la herida causada en el lomo se sumergía y salía a la superficie. Las olas crecieron de tamaño y el mar se puso revuelto. A punto estuvo de perder la vida, aunque gracias a la fortuna tan sólo perdió su pata de palo. Quedó con el corazón acelerado, su única pierna temblando y el estómago encogido por el susto tan grande que se había llevado con el feroz animal marino. Intentó alejarse todo lo que pudo del escenario, pero en su afán por escapar del atún quedó atrapado en la red de un barco pesquero barbateño llamado El Domínguez. En la proa llevaba una sirena de madera un tanto desgastada por los oleajes. Entre que Marcial permanecía enredado del pie y por más que intentaba desliarse, más atrapado se encontraba y el ajetreo que producía el atún, el náufrago pescado no podía respirar. Cuando parecía que se acercaba su fin, un joven pescador llamado Manuel lo vio desde la proa de El Domínguez. Enseguida informó a su capitán Ramón que podría definirse como un hombre robusto, alto, de pelo negro y con pequeña barba con la que pretendía ganarse el respeto de sus muchachos. Vestía de forma humilde, pero su voz era autoritaria y ordenó al instante que recogieran la red.
Marcial había tragado mucha agua. Permanecía sobre la cubierta del barco, mientras varios tripulantes intentaban reanimarle. Su cuerpo no reaccionaba hasta que uno de los pescadores con ciertas nociones de medicina subió desde la cocina y pidió que lo dejara en sus manos. Tenía experiencia en estos lances de la vida y a la tercera vez que le practicó la respiración asistida, Marcial expulsó parte del agua ingerida y recobró el conocimiento.
Abrió los ojos y no recordaba nada de lo sucedido. Al principio creyeron que era un enemigo de la tropa inglesa y si no hubiera sido por Sebastián, el cocinero (Un señor obeso, más bien bajo, y de pelo rojizo) que lo reconoció, lo hubieran fusilado en ese momento, pues habría sido acusado de alta traición.
Sebastián conocía a Marcial sólo de vista, pero había oído hablar mucho de él y de las batallas y guerras en las que había luchado por defender a su patria. Marcial estaba confuso, pues no recordaba nada de lo que había sucedido. Despertó en un lugar que nunca antes había visto rodeado de camas desconocidas. El capitán le preguntó que cómo había llegado hasta ahí. En cuanto escuchó la pregunta, todos sus recuerdos volvieron a su mente. Contestó que estuvo luchando en la flota hispano-francesa contra las fuerzas británicas. Su buque fue hundido y una gigantesca e inesperada ola lo arrastró alejándole del resto de los tripulantes.
Sebastián reapareció con una bandeja repleta de comida y a Marcial se le hizo la boca agua, puesto que llevaba varios días sin probar bocado. Se lo zampó todo tan deprisa que parecía que no había comido nada en su vida.
Se aproximaban al puerto de Barbate. El capitán, conmovido por la historia, le ofreció alojamiento en su casa. Con ayuda de los pescadores bajó del barco, ya que él no podía con una única pierna. Ramón ordenó que lo llevaran a su casa donde lo atenderían hasta que se repusiera de sus heridas.
Ya en la casa del capitán, Marcial conoció a la familia de Ramón que no eran ricos, pero tampoco pasaban necesidades. Su mujer María no estaba de acuerdo en que un desconocido viviera bajo el mismo techo que ella y sus cuatro hijos. En cambio, su hijo mayor Iván aceptaba que Marcial se quedara una temporada. Iván se parecía mucho a su padre. Era generoso, amable y le gustaba ayudar a los demás. En cuanto al resto de sus hijos, no opinaban nada respecto a la llegada del nuevo inquilino.
Marcial miraba a los jóvenes con asombro. Eran trillizos y, aunque eran dos chicos y una chica, se parecían mucho entre sí. Sus nombres eran Diego, Luis y Cecilia. A la muchacha le decían Ceci desde pequeña.
Marcial le pidió a Luis que lo acompañara a la carpintería para que le tallaran una nueva pata de palo. Por el camino se encontraron con Patricia, la hija del carpintero, que los condujo hacia el taller de su padre. Una vez allí se le tomaron las medidas y en cuestión de un par de días tenía la pata de palo lista para ponérsela. Cuando se colocó su nueva pierna, se emocionó mucho y decidió dar un paseo en solitario hasta el faro de Trafalgar. Allí, como ya os hemos contado, coincidió con su amigo Gabriel. Se contaron sus vidas recientes y Marcial le propuso la alternativa de que le acompañase a conocer a la humilde familia de pescadores que le habían salvado del mar. Les presentó a Ramón y su esposa. También a sus hijos y al parecer Gabriel se quedó prendado de Ceci. Ella nunca había tenido suerte en el amor. A veces porque su padre se inmiscuía en sus asuntos amorosos y lo echaba todo a perder y en otras ocasiones porque no se había topado con el hombre adecuado. Todos cenaron en la casa del capitán y después de la comida Gabriel y Cecilia se sentaron en el escalón de la puerta y charlaron hasta altas horas de la noche conociéndose más a fondo, hablando de sus gustos y de sus pasiones. Llegó la hora de la despedida y Gabriel muy educadamente se marchó con ganas de volver a verla. A los pocos días la vio en las calles del pueblo e hizo el amago de saludarla, pero ella agachó la cabeza y siguió adelante sin advertir su presencia. Gabriel no entendía nada y se acercó a ella para pedirle explicaciones. Cecilia no tuvo más remedio que confesarle que su padre pensaba que era muy joven para flirtear con hombres.
A Gabriel le gustaba pasear por la orilla de la playa sintiendo en sus pies la fresca humedad de las olas, el contacto suave de la arena, la belleza indiscreta del mar. A lo lejos divisó la figura agradable de Ceci y se dirigió con prisa hacia ella para confesarle de una vez por todas lo que sentía. Quedaron en verse a escondidas todas las tardes sobre el escenario ideal de la costa. Durante varias noches el padre observó la intranquilidad de su hija y sus salidas nocturnas. Ramón decidió seguir a su hija en una de sus escapadas. Llegó a la playa y divisó a su pequeña con Gabriel. Se acercó a ella sin dirigirle la palabra y le dio un fuerte tirón de la oreja para apartarla del joven. Gabriel intentó defender a su amada de las garras del padre, pero fue inútil ese esfuerzo. Tras la breve discusión, Gabriel quedó desolado y triste.
Una vez en casa la hija le dijo a su padre que realmente amaba a Gabriel. Debido a la angustia que conmovía su interior, una lágrima afloró a los ojos de Ramón. De todos modos no toleraba que su pequeña abandonase el hogar familiar para estar con su amado. El joven capitán tuvo que caer enfermo para que se le diera una vuelta de tortilla a la situación. Esta dura y larga etapa ocasionó la depresión de Cecilia. Sin medios económicos para poder subsanar esa grave enfermedad, el padre se iba deteriorando cada día más y más. La familia se vio abocada a sobrevivir gracias al trabajo de Gabriel que se hizo cargo de todos. Ramón pudo comprobar que las intenciones del joven con respecto a su hija eran sanas y no tuvo más remedio que aceptar la relación. Había aprendido la lección de que el amor no responde a razones.
En cuanto el pescador superó su convalecencia, Gabriel habló de hombre a hombre con él y le pidió la mano de Cecilia. Al fin y al cabo no iba a perder a una hija, sino que iba a ganar a un hijo honrado. Ceci rompió a llorar de alegría y todos se abrazaron de felicidad. Sólo faltaba establecer la fecha de la boda que no querían que se demorase mucho. Pasaron un par de meses de nervios y angustias hasta que el día señalado amaneció con un sol radiante. Como manda la tradición la novia llegó media hora tarde con un hermoso traje blanco, con una enorme cola y un velo que cubría su delicado rostro. Todo salió según el guión previsto y pocos días después se dirigieron hacia Sevilla para disfrutar de una luna de miel merecida. De vuelta a casa descubrieron la feliz noticia de que esperaban un hijo. Pero la alegría duró poco, ya que Ramón volvió a empeorar hasta que se tropezó con la muerte un día lluvioso, oscuro y muy frío. Cecilia no paraba de llorar, pues había perdido un pilar básico en su vida. Sin embargo, las penas con amor son menos y a los 8 meses llegó el deseado hijo con el que fue capaz de asimilar mejor la tragedia. Tenía la piel rosada. Sus ojos eran de color negro azabache y esbozaba una sonrisa inmensa que contagiaba a todos de alegría. El niño fue creciendo sanamente y la felicidad reinó la casa durante unos años.
Un día en el colegio se dieron cuenta de que el niño siempre pintaba el mismo dibujo: un hombre mayor con un rostro de furia. Su madre le preguntó que por qué dibujaba siempre esa silueta, a lo que Francisco respondió como si fuese un adulto:
-Mamá, ese hombre que ves en mis dibujos es el abuelo Ramón.
-¿Cómo sabes eso?, se intranquilizó la madre.
Francisco asustado y llorando comenzó a dar detalles de cómo fue la primera aparición fantasmal de su abuelo. Masticó las siguientes palabras que dejaron sin habla a sus padres:
-El abuelo está furioso porque murió antes de que yo naciera y quería conocerme.
Salvo problemas propios de la edad, el niño se convirtió en hombre y cultivó el carácter osado y valiente de su padre. Siempre embarcaba con Gabriel para ir de pesca excepto esa misma mañana porque no se encontraba bien. Tenía unas décimas de fiebre. Se quedó en cama durante todo el día.
Al anochecer corrió el rumor de que un barco había naufragado en pleno mar. De repente se había desencadenado un fuerte temporal y su padre no había regresado. No había rastro de sus tripulantes y Francisco no hacía más que maldecirse por no haber estado en esos momentos con Gabriel. Era la primera vez que lo dejaba solo y se sentía sucio por dentro. Soy un mal hijo. Un buen hijo no abandona a su padre, se torturaba para sus adentros. Lo encontraré esté donde esté. Al cabo de varios días empezaron a aparecer cuerpos. Trece en total de los quince que formaban la tripulación. Entre ellos no estaba Gabriel. Los dos supervivientes aparecieron en la costa marroquí donde consiguieron el material suficiente para construir una primitiva barca con la cual emprendieron rumbo a España. Se tuvieron que enfrentar a la dureza del viento y de las olas. Mientras tanto, Francisco seguía buscando por mar y por tierra algún indicio de que su padre estaba vivo todavía, pues eso es lo que le dictaba su conciencia. Los náufragos tuvieron la suerte de ser vistos por un barco español nada más salir de las costas marroquíes. La fortuna de nuevo se alió con ellos. De esa forma se presentó en Barbate cuando ya nadie daba un duro por ellos. Cecilia no cabía de gozo y de felicidad cuando contempló a su marido que al poco tiempo cayó rendido en la cama. Al asomarse la luna por el horizonte, regresó a casa Francisco y vio a su madre muy contenta.
-¿Qué ocurre hoy?, le insinuó.
Ceci sólo pudo decirle: Asómate a tu habitación. Francisco salió disparado hacia su cuarto y vio con sus propios ojos a su padre. Sin despertarlo se tumbó a su lado y lo abrazó mientras resbalaban unas cuantas lágrimas por sus mejillas.