18 Abr LAZARILLO DEL GUADALETE
Versión realizada por los alumnos de Villamartín basada en la novela El lazarillo de Tormes
Yo nací a orillas del Guadalete debido a que mi padre era pescador. Mientras él pescaba, mi madre solía pasear por la ribera del río. En uno de esos paseos sintió los dolores de parto y dio a luz. Mi infancia fue muy difícil porque mi padre murió cuando yo era muy pequeño y mi madre me dejó a cargo de un hermano suyo, pues no gozaba de buena salud. Mi tío se trasladó a una ciudad lejana y ya no supe más de mi madre.
A los dos años mi tío falleció y su mujer no podía permitirse el lujo de mantenerme, de modo que me malvendió a un ladrón, con el cual aprendí todos los trucos que me han permitido sobrevivir hasta hoy en día. Todos los días íbamos al mercadillo a robar algo de comida. La escena era siempre idéntica: Mientras yo distraía a la gente, él aprovechaba la ocasión para salirse con la suya. Tenía que fingir que me había perdido, así que para hacerme llorar me tiraba del pelo y me empujaba al centro de la plaza donde yo soltaba el mismo discurso: -“¡Mamá! ¡Mamá! ¿Dónde estás? Me he perdido.”
De pronto todas las miradas de la plaza se fijaban en mí y el ladrón con disimulo robaba todo lo que podía y lo guardaba en un saco. Cuando llegamos a casa, amarró el saco a una lámpara colgada en el techo donde yo no llegaba. Una noche sentía tanta hambre que intenté coger un pedazo de pan del saco, pero no era capaz de alcanzar mi objetivo hasta que se me ocurrió montarme en un taburete muy alto que había en el pajar. Ya había puesto mis manos sobre el pedazo de pan cuando me vi colgando en el aire. Mi amo me había descubierto in fraganti y con toda la maldad del mundo había golpeado con furia el taburete y me encontré en el suelo con la nariz rota y con un puntapié en el rostro. Fue tan brutal la paliza que recibí que estuve una semana en cama sin poderme mover, pero planeando la venganza. Unas semanas más tarde, cuando mi amo le dio por salir a la calle para festejar el motín enorme de un robo espléndido, yo me hice el dormido hasta que escuché cómo la puerta se cerraba. Me levanté de un salto, arranqué el saco y me fui definitivamente de esa casa. Desde que me escapé, estuve viviendo a la intemperie soportando el frío y el hambre que tenía con la poca comida que me quedaba.
En un puesto ambulante había una anciana que vendía frutas de un aspecto delicioso. Me aproximé con sigilo al lugar en el que las manzanas pedían a gritos un mordisco y justo cuando ya creía salirme con la mía, oí una voz que me gritaba: -“Ladronzuelo, deja esa manzana a no ser que quieras pagarme con tu servicio.”
No tuve más remedio que aceptar, pero esta decisión fue una de mis mayores equivocaciones, pues tenía el temor de que la anciana fuera como mis antiguos amos. A la postre no era tan mala, ya que me alimentaba diariamente, cuidaba de mí y me enseñaba lo peligroso que es el mundo. En contra, me hacía cargar todos los días con el puesto ambulante. Fue ella quien me compró mis primeras botas para no mancharme con el barro o no hacerme daño, pues hasta entonces caminaba descalzo.
Una mañana me castigó en un cuarto oscuro y sombrío simplemente porque se me cayeron varias frutas al suelo, mientras las colocaba en el puesto. Me acerqué a la puerta y tenía una cerradura de hierro enorme. Allí estuve un día entero sin apenas comer, salvo algunas migajas de pan. Después de este episodio, la vieja decidió deshacerse de mí.
Estuve viviendo en una pequeña cueva hasta que me encontré con un cazador que quiso acogerme. Me llevó hasta su casa, pero no me causó una grata impresión. Era una choza fea y ridícula, con mucha humedad y sin muebles. Tenía un perro feo y viejo como su escopeta.
Al día siguiente fuimos al pueblo y me enseñó su forma de actuar. Yo simulaba estar ciego y sujetaba con las manos un conejo que no se podía comer porque llevaba ya mucho tiempo muerto. En el camino tropezaba conscientemente con el primero que viera distraído y dejaba caer el conejo al suelo. Mi amo le daba una palmada en el lomo al perro y éste salía disparado en busca del conejo hasta que los perdíamos de vista. Yo arrancaba a llorar desconsoladamente con el fin de ablandar el corazón de ese individuo cuya distracción me había hecho perder mi sustento y éste se compadecía de un niño ciego hasta el extremo de pagarme el valor del conejo. Día a día nos ganábamos la vida con trucos de este estilo hasta que fuimos descubiertos por la policía. Nada más ver a la policía, el cazador y su perro huyeron despavoridos y me dejaron solo ante el peligro. Me tuve que comer todo el marrón, al mismo tiempo que me había quedado sin amo, sin dinero y sin casa.