Homenaje a Antonio Gonzalez Gonzalez

Homenaje a Antonio Gonzalez Gonzalez

«Que pases un buen fin de semana. Nos vemos aquí el martes», estas fueron las últimas palabras que Antonio González González me dijo el viernes por la tarde cuando me disponía a cerrar la biblioteca. Unas afirmaciones tan sencillas que han dejado de cumplirse, pues yo pienso verlo el martes, sentir su presencia en lo más hondo de mi alma.
Hay personas que, cuando mueren, no merecen ni una sola línea, pero otros acaparan tanto la dignidad del ser humano que un libro no sería suficiente. No me refiero al reclamo de la fama, sino a la humanidad de la persona que siempre ha actuado siguiendo los parámetros de la lógica y del sentido común. Ayer domingo por la tarde me enteré del fallecimiento de Antonio y no me lo podía creer, mi mente se negaba a aceptar la información que acababa de recibir, pues, cómo encajar esa tragedia cuando el viernes estuve charlando con él.
Trabajamos en el mismo edificio y todos los días conversamos de asuntos de diversa índole en un estado de complicidad que cimienta una amistad más allá de los acontecimientos, pues, a pesar de la desgracia, guardo para siempre la estampa de un hombre íntegro, capaz de ofrecerte una mano en cualquier momento. Siempre estará vivo en mi cabeza, porque la memoria tiene una capacidad de seducción tan elevada que retiene aquello que uno desea: una amistad que nunca caerá en las redes del olvido.
Notaré el martes la desazón de su ausencia, cómo se colaba en la biblioteca como si estuviera en su casa, al menos eso es lo que yo quería que sintiera, cómo levantaba el automático de la luz que apagaba como precaución cada noche cuando dejaba el trabajo y encendía al llegar a las cuatro de la tarde para completar el día a día de quien era feliz con unas horas de tranquilidad en el hogar con su mujer y con un libro. Era una persona sencilla con una capacidad de trabajo por encima del resto y nunca se quejaba, sino que tenía una disposición a la sonrisa que regalaba a todos los que podían tratarlo. Ustedes dirán que después de la muerte todos son buenos y poseen cualidades envidiables, pero en el caso de Antonio no sólo es verdad, sino que uno lo sentía a cada instante, en el cuerpo a cuerpo. En las distancias cortas Antonio te ganaba para siempre, pues llevaba a buen término la virtud de la paciencia, de una amabilidad desbordante que acogía a todos entre sus brazos.
Recuerdo la elegía que Miguel Hernández escribió tras enterarse del fallecimiento de su amigo Ramón Sijé o José Marín si ordenamos de manera diferente las letras que componen el pseudónimo y empezaba de la siguiente forma, con una introducción que me permito modificar para adaptarla a las circunstancias del momento:

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se
me ha muerto como del rayo Ramón Sijé,
a quien tanto quería)

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
(En Benalup-Casas Viejas, tu pueblo y el mío,
se me ha muerto como del rayo Antonio González,
a quien tanto quería)

La llegada de la muerte siempre nos pilla por sorpresa, pero es más dolorosa cuando no nos la esperamos y sentimos la necesidad y el dolor de no haberle dicho todo lo que pensábamos a esa persona, pues creíamos que teníamos tiempo suficiente para expresar con nitidez nuestros sentimientos. El paladar se llena de la sensación de dejar una conversación inacabada, que ya no podemos concluir, de modo que estas líneas quiero dirigirlas a esas personas allegadas a Antonio González González que no han tenido esa última conversación con el fallecido. Su madre llorará su ausencia como un desgarro sin reparación en las entretelas del alma, como el consuelo de no tener consuelo en la vida. Su mujer, a pesar de no estar casados, él siempre la consideraba como su mujer, estará abrumada por los acontecimientos, su familia no podrá dejar de pensar en él, y sus amigos todavía intentan encontrar una explicación a todo esto como si pudieran despertarse de un momento a otro y darse cuenta de que ha sido una mala pasada de la imaginación. Pero la realidad es demasiado tozuda y desde estas páginas podemos todos juntos lanzar un grito de esperanza. Miguel Hernández termina el poema con unos versos que rezan:

A las ladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

Nosotros damos por concluido este pésame uniéndonos todos al reclamo de una última conversación con Antonio para decirle desde lo más hondo del corazón, su madre, su mujer, sus hermanos, su familia, sus amigos y el pueblo, que, a pesar de no habértelo dicho cara a cara, ahora corazón a corazón, te lanzamos el mensaje: te queremos, te quiero, compañero del alma.