HOMENAJE A MI ABUELA. CARPE DIEM

HOMENAJE A MI ABUELA. CARPE DIEM

Cuando uno asiste a clases de literatura de los siglos de oro, se fija con detenimiento en el concepto clásico del Carpe diem, disfruta el instante antes de que la belleza de la rosa se marchite para siempre, desaparezca en un abrir y cerrar de ojos. De esta manera se nos escapa de las manos la vida, sin darnos cuenta, con la sensación de que no le hemos sacado el jugo suficiente, de que hemos perdido el tiempo en mirarnos tanto el ombligo que la vista se empaña cada vez que alzamos los ojos hacia el horizonte, se enturbia con una capa de niebla que se disipa con la fuerza irredentora del amor.

El domingo cerró los ojos definitivamente mi abuela y yo quisiera recordarla en plenitud de facultades cuando el niño que ahora escribe estas líneas iba a quedarse a dormir en su casa. (Hace más de un año de su muerte, mas yo pretendo dejar constancia de su gesto de bondad con el fin de compartirlo con mis lectores). Solía hacerlo muy a menudo, bajo el rescoldo de sus palabras y el abrigo de una chimenea que calentaba nuestras almas, daba tintes cromáticos a la realidad en blanco y negro de la infancia. Sobre la pared de la cocina se contempla la cicatriz de un pasado, una marca a modo de desconchón propiciado por el vaivén de una cuna donde el bebé de estas cuartillas jugaba a ser hombre. Entre sus paredes fui creciendo poco a poco, fui consciente de que hay personas en el mundo que anteponen sus deseos al cuidado de sus seres queridos. Por eso no es de extrañar que toda la familia se haya entregado a una sola causa durante su larga convalecencia. No podía ser menos. Y ni una sola queja, salvo el lamento de una existencia que se iba apagando paulatinamente.

Ramona era la persona más bondadosa que he conocido en la vida, sin dobleces, ni segundas intenciones. Y no lo digo porque haya caído rendida a los brazos de las parcas como suele decirse de alguien que abandona la tierra. Tampoco quiero decir con estas palabras que no posea otras virtudes, sino que usaba la bondad como bandera sobre la que descansaban sus principios. Se daba a los demás simplemente porque ésa era su manera de ser, de comportarse en el mundo. Ha vivido siempre para sus hijos y para sus nietos sin una mala palabra nunca como si ese modo de vivir fuera el más correcto. Era una flor con la inocencia intacta, sin ningún atisbo de maldad. Siempre nos enseñó que se puede afrontar la existencia sin necesidad de derribar puertas ajenas, sino tocando con los nudillos la madera de un modo cortés, sin aspavientos ni imposiciones. Nos enseñó a ser buenas personas sin más. A algunos les parecerá poco o pensarán que esta arma es insuficiente para arrostrar las dificultades de la vida, pero yo pienso que ésta fue la mejor enseñanza, pues no busca recompensas materiales, sino que se limita a contentar la conciencia de aquellos que han optado por el buen camino, por sentirse bien con uno mismo. Y toda la familia se siente a gusto de haber tenido a una madre, a una suegra o a una abuela como ella.

Hace unos años se le diagnosticó la enfermedad del Alzheimer y fue perdiendo su equilibrio presente para refugiarse en un pasado donde aún gozaba de vida mi abuelo. Tal vez no quería olvidar a su marido o, al menos, lo tenía más cerca, más a pedir de boca. Mezclaba la actualidad con unos recuerdos que rememoraban el carpe diem, esa época dorada donde mi abuela aparecía como una mujer hermosa.

Ahora nos deja su cuerpo, pero siempre seguirá viva en la memoria de quienes la hemos conocido, de quienes han tenido la fortuna de compartir parte de la vida con ella.

En los últimos meses ha permanecido postrada en la cama y he asistido al sufrimiento de mi madre que día a día subía a ver como estaba. Antes de abrir la zapatería iba a ver a su madre y desayunaba allí con mis tías, después de almorzar iba a verla de nuevo para bañarla o compartir un poco más de tiempo con ella y por la noche también acudía a su encuentro. Era consciente de que le quedaba poco tiempo de vida y quería estar con ella y que ella al mismo tiempo se sintiera acompañada de sus seres queridos. A fe que lo han conseguido, con esa tenacidad que otorga el amor verdadero.

Mis padres, mis tías y mis tíos han hecho lo mismo y no tengo más remedio que proclamar a los cuatro vientos que me siento orgulloso de ellos, que con sus actos me han enseñado mucho más de lo que puedan aportar los libros más sabios. Mi abuela ha muerto con una sonrisa en los labios al comprender que la familia en su ausencia se encuentra más unida que nunca: su último acto de valentía. ¡Viva mi madre y la madre que la parió!