08 May POMBO, ÁLVARO. EL TEMBLOR DEL HÉROE
En ocasiones la lógica no es el camino más transitado por quienes sienten curiosidad por las letras. En mi caso, si disfruto leyendo una novela de un autor concreto, me sumerjo de lleno en ella y no saco la cabeza del agua hasta que no he terminado la lectura en un difícil arte de equilibrio y respiración. Mis ansias por seguir leyendo aumentan, entonces empiezo otro libro del mismo autor para conocer su estilo y su personalidad a través de sus palabras. Prefiero que sean las palabras en el contexto de la ficción quienes me hablen del escritor para hacerme una idea de la persona, pues esta última a veces encierra a un personaje que te atrapa con tanta pasión que no te deja ver el contenido, que te empuja a interpretarlo con un sinfín de prejuicios. De libro en libro me voy haciendo una idea de la trayectoria literaria del novelista hasta llegar a sus orígenes, hasta tocar con las yemas de los dedos sus raíces. Todo parece indicar que con Álvaro Pombo no sucede este fenómeno, pues a su fama de narrador no le corresponde el descubrimiento de su lírica, desde donde salta a las letras. Y sin embargo, en sus versos se canta con claridad el tono de una voz singular que traspasa las barreras de la poesía para quedarse en brazos de su prosa. Es muy difícil adquirir hoy en día alguno de sus libros de poemas, salvo en la editorial Lumen que ha reunido sus primeros 4 libros con el título de Protocolos (1973-2003).
Su primer libro de poemas arranca con una cita: “Aña hice caca / Nene de nobis ipsis silemus”, que quiere decir callemos acerca de nosotros mismos y este principio es el que empapa su narrativa hasta llegar a El temblor del Héroe, pues para Álvaro Pombo el egoísmo es uno de los males de este mundo, de modo que es necesario abandonar el yo para comprenderlo, para atraparlo, para que no se nos escapa de nuestras manos. El temblor del héroe es tan sólo la evidencia de la insignificancia del ser humano en la sociedad, el miedo ante el compromiso. Está estructurado en torno a 24 secuencias en las que conviven muy pocos personajes: un profesor de filosofía jubilado que responde al nombre de Román y cuya vida parece detenerse en cuanto abandona la educación, como si la enseñanza abrazara ese furor heroico que ha de impulsar al ser humano a ser mejor, como si el papel de la cultura estuviese siempre en blanco y hubiera que reescribirlo en cada momento. Su existencia carece de sentido a partir de entonces, de tal manera que busca el refugio de la soledad, el abrigo de un hogar que lo proteja con sus silencios y sus paredes. Ese amparo hacia el interior de la casa corre paralelo a una interiorización de la vida que ya no encuentra el camino de vuelta, la puerta de salida salvo con dos antiguos alumnos con los que sigue en contacto: Eugenio y Elena, una pareja de médicos que sufren y gozan de la amistad de Román a partes iguales, que admiran y compadecen a ese sabio profesor que en su día agitó las alas de la esperanza, de un amor hacia la sabiduría y el conocimiento, un aliento hacia el futuro, hacia la consecución de unos sueños que en ocasiones les dejan un mal sabor de boca.
Si Sócrates no escribió nada en vida porque pensaba que la escritura no era el espacio adecuado para transmitir la sabiduría del conocimiento y el ángel inquieto de la verdad. Si Sócrates pensaba que a través del diálogo se podía llevar con mayor nitidez la enseñanza al hombre, Platón siguió sus mismas pautas. En este sentido, El temblor del héroe puede considerarse una novela platónica, pues el argumento gira en torno a las conversaciones que se establecen entre sus personajes, entre Román y Elena, entre Román y Eugenio, entre Eugenio y Elena, al que se le añaden dos personajes capitales: Héctor y Bernardo.
Si Román ha empleado toda una vida para emprender el viaje interior hacia su conciencia, tal vez necesite el proceso inverso, un viaje físico que lo trasporte al mundo real, que lo lleve al exterior con el fin de aprender de nuevo a afrontar sus propias decisiones, a actuar según dicten las normas, a vivir sin tener delante a un grupo de estudiantes dispuestos a llevarse la vida por delante. Este triángulo de supervivientes formado por Román, Eugenio y Elena se viene abajo en cuanto entra en escena Héctor, un joven periodista que, con la excusa de entrevistar a Román, se cuela sin remisión en sus vidas. Héctor encarna el prototipo de la ingenuidad, de un mundo lleno de valores que difícilmente pueden llevarse a cabo, pues en un universo falso donde la mentira y el engaño se hacen fuertes a base de repetirse no hay cabida para las buenas acciones. O lo que es lo mismo, la conducta adecuada no nos conduce hacia la puerta de la esperanza, sino a un callejón sin salida. Pretender ser bueno o responsable en una sociedad estigmatizada por el mal supone estar señalado de por vida.
De la mano de Héctor surge la figura de Bernardo, un hombre de la misma edad de Román, un pederasta aparentemente arrepentido que enfila el presente en el abismo de unos monopatines, como si los patines adoptaran una metáfora de cómo se comporta en la vida, pasando de puntillas por todas partes, sin implicarse, sin mancharse las manos. Una forma constante de huida, una alergia enfermiza hacia las responsabilidades, un odio visceral hacia el compromiso, una cicatriz que va dejando en cada uno de los personajes, un don Juan de la palabra que seduce a los demás a sabiendas de que los está engañando, un mago del engaño, consciente de sus poderes.
Álvaro Pombo se adentra en la oscuridad con el fin de mostrarnos una sonrisa de luz, con el afán de desvelar a las claras el sentido de la vida. La labor del poeta y del novelista radica en enseñarnos el camino confuso que es la existencia. El novelista no debe recrearse en los elementos cotidianos del día a día, sino en abrirnos la conciencia en cada paso, en cada latido, en cada palabra, como si desempeñara voluntariamente el papel de guía, de faro con el que nos alumbra antes de chocarnos de bruces con la realidad. No se detiene en confesarnos la verdad del mundo, sino que la literatura es un laberinto en el que el hombre ha de buscar la verdad, lanzarse en su búsqueda.
La novela se alimenta de los diálogos que se establecen entre los protagonistas, de unas nubes cargadas de filosofía que amenazan con descargar sobre la cabeza distraída de cualquier lector y un narrador que teje con maestría los hilos de la narración hasta tal punto que puede considerarse un personaje más, como una divinidad clásica que conoce hasta el más mínimo detalle de sus discípulos, como un héroe de tragedia griega que gana en dignidad conforme avanza la historia.
Las reflexiones filosóficas pueden condensar el ritmo de la narración, pueden transmitir la sensación de lentitud de la novela. Sin embargo, esa cadencia lenta con la que convive el lector queda contrarrestada por la latente tensión de las relaciones personales de los personajes, por la intensidad con la que deambulan las ideas del emisor al receptor, una parsimonia necesaria para asumir toda la carga simbólica de la novela.
En definitiva, Álvaro Pombo refleja las frustraciones de cualquier ser humano que carece de espejo en el que mirarse, de público ante el que proyectar sus fantasías y sus sueños. Pone en solfa y denuncia la frivolidad con la que se ponen en juego las vidas en el tapete sucio de la existencia, la frialdad con la que se asumen las desgracias, la tragedia que supone en la actualidad ser un héroe, pues la valentía tiene un precio demasiado alto. Pone en evidencia toda una estética de la cobardía como reflejo del mundo en el que vivimos. Una manera de sentir el pensamiento, de pensar el sentimiento.