MOGUER FERNÁNDEZ, SARA. LA MUJER QUE YO SOY

MOGUER FERNÁNDEZ, SARA. LA MUJER QUE YO SOY

Conozco a Sara Moguer Fernández desde pequeña, desde que juntaba las tardes y las noches con mi hermana Patricia en una amistad infantil que, a pesar de la distancia, deja el poso de una vida compartida. Supe que empezó a formarse como persona en el teatro del día a día y en las tablas de un escenario que la condujo hacia el arte dramático. Nunca se conformó con una sola existencia y el papel de actriz le proporcionaba la capacidad de desdoblarse en una infinidad de personajes, en un puñado de perfiles, capaces de encarnar el sueño de viajar hacia su conciencia, hacia sí misma y hacia otras realidades que colmaran su sed de cultura, de aventura, de descubrimientos. Volví a coincidir con Sara, muchos años después, en un recital chilango andaluz celebrado en Sevilla donde intuí que la dramaturgia no era su única escapatoria, sino que empezaba a beber en las aguas de la poesía, como otro medio de dividirse y hacerse, como unos brazos abiertos que no dejan nada al azar, que pretenden abarcar un mundo lleno de matices. Hace unos meses me reencontré con ella en Casas Viejas, en el pueblo donde vivo y donde la vi por primera vez, en un punto y aparte desde el cual arrancan estas palabras, pues me comentó que estaba a punto de sacar a la luz un poemario en el que se desangraba, en el que se desnudaba sin necesidad de adornos externos, sino tal y como era. Sara permanecía fiel a sus orígenes y quería que sus versos tuvieran unas puntadas extraídas de su pasado, un hilo de unión con esa infancia gastada entre las calles inocentes de sus primeros pasos. Y aquí aparezco yo, el lazo de encuentro con sus fantasmas, con Benalup-Casas Viejas, con sus principios.

La mujer que yo soy se fragmenta en dos mitades: Retorno al hogar y Una con la tierra, como realidades complementarias que dan forma unitaria al conjunto, una dicotomía existencial que no abandona nunca el marco de sus pensamientos, un juego de contrarios que no se oponen, sino que se alimentan mutuamente. Sara concibe al ser humano desde dos ángulos aparentemente opuestos: un nacimiento físico y un nacimiento espiritual que consiste en volver la mirada hacia atrás, hacia un mundo pensado, hacia un mundo sentido. Desandar lo ya andado es la única forma de comprobar que hemos realizado el camino, de saber que todos los hilos sueltos han sido atados de nuevo como si volver a nacer fuese el mejor medio para abrirle el apetito a la conciencia. Nace al pecado, nace a la vida como un ángel que entrega sus alas en honor de sus pasiones y las oculta bajo sus pies en una especie de ósmosis donde el cuerpo se entrega a la materia, se funde con la tierra. El mensaje de Sara no es individual, sino que nos ofrece una cosmovisión completa que escapa a nuestro alcance físico y necesita una explicación añadida, un cántico espiritual que hace verosímil su mensaje.

Sara Moguer Fernández abre los ojos al mundo allá en un mes de diciembre de 1977, pero su alma no presenta límites temporales. Al norte asiste a la niebla espesa de Babel. Al Sur llama a las puertas de Babilonia, puerta de los dioses. Con ese gesto pretende decir: «Aquí estoy buscándome entre los escombros del pasado, entre las ruinas de la memoria, entre los puntos cardinales de la vida y de los sueños». Uno ha de alcanzar la muerte para sentirse vivo, vivir la muerte consiste en prender la luz a una nueva existencia donde el yo que antes fui sólo respira bajo sus propias cenizas. Sobre esas cenizas brota el fuego otra vez. Morir es ir viviendo poco a poco. El corazón es un murmullo de pájaros que se agitan entre las hojas frondosas de un árbol. El latido de las ramas es el latido del mundo.

Con una personalidad compleja, no es de extrañar que Sara se haya dedicado profesionalmente al teatro, pues somos marionetas manejadas por la fuerza suprema del destino o de un Dios que concibe la vida como un juego en el que el ser humano se convierte en personaje de una tragedia, en figura de papel que deambula por el tablero de la existencia. El teatro le sirve a Sara para engañar al tiempo, para pasar de un personaje a otro, de un yo a otro yo más moderno. Para maniatar el dolor a veces es aconsejable aprender a mentir.

El retorno a su casa simplemente es una manera de ajustar las cuentas con los fantasmas del ayer, es un ademán de valentía que nos recuerda que la vida hay que gastarla con el corazón encendido, con el alma abierta al sueño y al sufrimiento. La soledad ejerce el papel de enemiga que siempre nos acompaña, como si el mundo en plural fuese más rico y menos siniestro, tan cálido como la primavera, y tan joven como una recién nacida. La necesidad de compartir el universo interior que anida en cada uno de nosotros nos hace más sensibles y más humanos. Vela por un mundo lleno de justicia y de paz, donde el arte de ser libre no tenga derechos de autor. Escribe para cubrir los vacíos, para vaciar las conciencias en una especie de exorcismo donde el yo se eleva hacia un nosotros universal, donde el universo se une a un yo consciente. Una lágrima puede hacer temblar el mundo y una sonrisa, levantar un imperio de las ruinas.

Sara Moguer construye un mapa de contrarios donde las palabras no se oponen, sino que se solapan como capas de un mismo cuerpo, como sueños de una misma alma, como suspiros del mismo Dios. Se muestra dispuesta a coger los hilos de su vida sin que nadie corte sus alas, sin que la soledad ahogue sus palabras. Busca desesperadamente el equilibrio de un alambre cuyos extremos corren desde el remanso tranquilo de la razón hasta el mar embravecido de los sentimientos, conjuga en un mismo verbo la ilustración y el romanticismo. Bucea en las profundidades del budismo, en una concepción tántrica del universo donde los Chakrás o fuentes de energía situados en el cuerpo humano, se iluminan en el papel, adoptan la función de faro a través del cual el cuerpo humano se integra con la tierra y con el espíritu en un triángulo amoroso donde vence el hombre, donde la mujer halla sus raíces.

En La mujer que yo soy aparece un surrealismo atrevido y desconcertante que promete no dejar indiferente a nadie, que esboza la sonrisa incierta de insólitas imágenes. Las palabras lanzadas al mar de la escritura rebotan como si el papel fuese un espejo que nos devuelve nuestra propia imagen, con el fin de que los lectores la conozcan, con el afán, sobre todo, de conocerse a sí misma en el reflejo vital de los versos. Bucea en los mitos, en la historia, en el vasto mundo del conocimiento, no con el ansia inflamada de aparentar aquello que no es, sino con el objetivo de aclarar las sombras del camino. Renuncia al pasado. Renuncia al futuro. Se sumerge en un Carpe diem como único modo de engañar al tiempo, de viajar en el tiempo, de navegar el espacio.

Para Sara Moguer Fernández la literatura es comunicación, es una conjunción carnal donde los cuerpos se atan al espíritu, donde las almas se llenan de tierra, se manchan de carne. La búsqueda de la belleza en sus versos no es más que una geografía perfecta donde localizar la verdad y la justicia. Es un pasaje oculto donde, a ciegas, uno palpa su propia esencia.