22 Nov VIDAL CARRERAS, JOSÉ LUIS. SEÑOR DE LOS BALCONES
SEÑOR DE LOS BALCONES, JOSÉ LUIS VIDAL CARRERAS
En el romance del Conde niño brotan de la tierra dos flores, junto a los cuerpos sin vida de los amantes: “De ella nació un rosal blanco, / de él nació un espino albar”. José Luis Vidal Carreras arranca la antología Señor de los balcones (Renacimiento, 2013), con un poema que vaga por el mundo de la niebla, por las calles empinadas de la nostalgia en una muestra evidente de amor hacia una lírica desnuda, desprovista de las armas habituales de la retórica. Por medio de la simbología de las plantas, el espino albar asoma su nariz hacia el recuerdo, nos invita a una primavera incapaz de ser vencida por el olvido y una muerte tamizada por las flores de la primavera. Nos cuenta que la belleza se puede hallar en cualquier objeto del camino, siempre y cuando el poeta tenga ojos para verla, preste sus oídos a la música de nuestros pasos y sienta en sus dedos la fragancia y los aromas del pasado. José Luis Vidal Carreras recrea una poesía sencilla y profunda al mismo tiempo, con unos versos tan breves como intensos. Una poesía no sólo visual, sino táctil y olfativa donde los sentidos tienen la capacidad de pensar y el pensamiento siente el pulso firme de una vida.
Son poemas pequeños, silenciosos, con ese rumor de olas que nos empujan a la reflexión, como canicas que arrojamos al aire con el único fin de agitar las conciencias, como conciencias que laten entre los pliegues del verso. Y es que a veces los mínimos detalles conforman nuestro día a día. El sentimiento se evapora y asciende hasta las nubes. Y uno espera con calma las primeras lluvias. Así brota el poema en José Luis Vidal Carreras, despojado de cuerpo, lleno de alma.
Aparece el folio en blanco como un espejo en el que se refleja, si la regamos con mimo, si somos capaces de ver sus raíces, el rostro sin afeites de la belleza, el latido profundo de la verdad, la emoción agazapada entre los ojos del lector, bajo la humilde timidez de la palabra.
Versos fugaces, rápidos, vivos, que imitan la vida de todo ser humano en la búsqueda de un Dios que contemplamos por todas partes: entre el milagro de las plantas, bajo el vuelo majestuoso de las aves, sobre la inocencia de un niño. Una ternura que se derrama en el papel como terrones de azúcar depositados bajo la lengua. Y una paz interior que nos trasmite el paisaje, que nos rodea como un abrazo sostenido en el mar de la calma.
José Luis Vidal Carreras va creciendo en el poema a medida que trascurre el tiempo, afronta con serenidad el paso hacia la muerte. Sin embargo, le duele, como fuego incrustado en las entrañas, el hecho de haber perdido en parte la candidez de los primeros años, el haber visto un mundo que no le gusta. Y se refugia en el candor de la palabra, en la hoguera de las emociones, en la luz que nos irradian los elementos cotidianos, con los que nos cruzamos día a día. Una bendición para los ojos, como estos poemas que se duermen en el bolsillo de la memoria sin necesidad de ningún embuste, sino con la fuerza explosiva de la verdad.
Señor de los balcones descubre la estética del instante, el resplandor de una luz que nos ciega y se apaga. Un yo que se abre al mundo y un mundo que se nos cuela dentro, como una hoja asustada que tiembla ante nuestra mirada, una mirada que tiembla ante una hoja.