ROSALES, JOSÉ CARLOS. UN PAISAJE

ROSALES, JOSÉ CARLOS. UN PAISAJE

UN PAISAJE, JOSÉ CARLOS ROSALES

Cuando entre la realidad y la conciencia se interpone la niebla, no tenemos más remedio que esperar a que el viento nos sea favorable para ver con nitidez las huellas del camino. Cuando los ojos se empañan con la bruma del recuerdo, abrirlos es de necios y lo más inteligente es abandonarnos al sueño. Cuando el hombre se empeña en perderse en los laberintos de la memoria, no hay más abismos que el presente. Cuando el miedo se impone a todas las acciones, nos quedamos con la absurda imagen de un tiempo detenido. Cuando se desata la desdicha y la nostalgia nos lleva por ciudades deshabitadas y edificios en ruinas, no hay tabla de salvación que nos ampare, no hay oxígeno suficiente como para dejar de sentir sobre el cuello los dedos de la asfixia. Cuando todo está perdido, sin ninguna posibilidad de escapatoria, brota la vida como un gato que acecha a sus presas.

En El buzo incorregible las horas lanzan una capa de polvo sobre los objetos sin intención alguna de ocultarlos, sino con el consuelo de poner ante los ojos del público un campo abierto para la reflexión. Las escenas se desplazan con parsimonia, con la pereza de desentumecerse en el espacio, con la lentitud de un reloj cansado de su propia rutina. El espacio y el tiempo se confunden, pierden sus fronteras, se difuminan entre las sombras de la nada, dejan en la retina el fuego de una luz que nos deslumbra si nos acercamos demasiado, que esboza la mueca apagada de la pérdida si la miramos desde la distancia.

En El precio de los días las estaciones pierden la memoria de su simbolismo. El verano en soledad se parece al invierno y las tardes son más largas, son más tristes. El hombre tiende un puente en el abismo, malvive con el pie derecho anclado en la evocación de lo vivido y el izquierdo soñando en la otra orilla con el futuro. Y un presente arrojado sobre las piedras del río como el eco nocturno de la conciencia, como esas grietas que no vemos ante nuestros pies. Hay fantasmas que no terminan de morir nunca. Hay hombres que se aferran a sus fantasmas para seguir viviendo. Hay amores que se desmayan a pleno sol y rayos de luz que se niegan a apagarse. Y una primavera agotada de sembrar desengaños.

En La nieve blanca el epíteto del título nos indica que los días se repiten, pero no se viven dos veces. Quedan cubiertos por la nieve hasta que el capricho del sol o el antojo del viento los desentierra a modo de nostalgias. Ante el ruido del universo la música carece de sentido. El silencio suena como una queja y el diálogo muere sin oídos que lo respalden. La nieve es un folio en blanco que retrata el pasado, un reguero de ceniza que no prende en el presente, un rastro de sangre que ya ha derramado su dosis de pasión.

En El horizonte se aprecia el tópico del Ubi sunt cuando José Carlos Rosales se pregunta dónde se hospedan las cosas cuando pasan, dónde se ocultan los fantasmas de una casa en ruinas cuando reina el vacío, en qué atlas se sitúan las horas que se han ido, adónde van a parar las olas que han roto en la orilla. El poeta asume la verdad a través de la ventana. Una ventana abierta es una herida por la que sangra la luz de la existencia, por la que el tiempo se filtra sin que podamos hacer nada para evitarlo. Una ventana abierta es una vida sin descanso al otro lado de la calle, unos ojos que lloran el dolor del mundo. Una ventana abierta es un corazón desabrochado por el que miran las pupilas que te aman. Es el paisaje donde duermen las tristezas y a veces se brinda por la vida. Una ventana abierta es todo el horizonte que nos queda.

En El desierto, la arena la rutina late al compás de la música, como el diálogo hilarante de la lluvia que nos impide salir a la intemperie. Se describe un intento fallido de recuperar las horas consumidas como un sueño suspendido en la tarde en penumbras de una nube cuyo llanto desconsolado duerme en los brazos del recuerdo. El abrigo de la memoria de nada sirve para conjurar los miedos ni ahuyentar a los fantasmas y el folio tiembla en cada grieta del sendero, cada vez que mira con ojos asustados el presente, cada vez que el dolor se hace visible en el poema. El desierto amasa la soledad del ser humano y la arena encarna la renuncia al egoísmo por lo insignificante que somos.

En Poemas a Milena el tiempo deja de ser el peso de la muerte sobre los hombros y se convierte en testigo fiel de una historia de amor donde el poeta no necesita más recursos que un corazón danzando en el fuego libre de la palabra, como un árbol sin adornos, como unas hojas que esperan impacientes la sonrisa del rocío, con esa fragilidad con la que se presenta la belleza, con esa desnudez con la que se desviste la esperanza. El amor aparece mitificado y su luz ilumina cada objeto del camino.

En El aire de los mapas un niño juega con un globo terráqueo en el que la inocencia de un dedo, con los ojos cerrados, se detiene en un punto del escenario. Ese punto de azar con el que nos sorprende la vida. Ese foco de luz con el que, por unos instantes, dejamos de movernos a ciegas.

En Si quisieras podrías levantarte y volar el poeta traza un mapa de carreteras en el que un coche con rumbo incierto simboliza la censura hacia un universo demasiado mecanizado, tan proclive a lo material, que no hay espacio para los sentimientos, no hay descanso para el alma. Esboza la sensación de sentirse perdido en todo momento.

En definitiva, Un paisaje nos enseña que no se puede vivir anclado en los recuerdos, que hay que hincarle los dientes a la vida para extraerle el mayor jugo posible y que es tan determinante la acción en el día a día como las pausas. Unas horas de reflexión para saborear estos versos.