BARBA-JACOB, PORFIRIO. ROSAS NEGRAS

BARBA-JACOB, PORFIRIO. ROSAS NEGRAS

ROSAS NEGRAS, PORFIRIO BARBA-JACOB

Cuando un hombre oculta su nombre bajo la máscara de varios pseudónimos, lo más sensato es pensar que no quiere que la sociedad lo vea tal y como es. Sin embargo, en el caso de Miguel Ángel Osorio Benítez la realidad es bien distinta: de quien se quiere esconder es de sí mismo, como un escudo sobre el cual rebota la pasión desmedida por la vida. Es la pérdida del individualismo para hacerse universal. Es el desdoblamiento propio del poeta que comprende que un solo nombre es insuficiente para abarcar toda una existencia. Es ese halo de misterio propio del romanticismo que sigue vivo en los escritores modernistas.

La antología Rosas negras, con un prólogo exquisito de Luis Antonio de Villena, empieza jugando con el lenguaje, con un neologismo Acuarimántima, con el que el poeta se evade de la realidad que detesta, se refugia de los sinsabores del día a día, desata la lengua al corazón y crea un mapa de carreteras donde el viajero traza, con pulso firme, la sangre de la herida, el polvo del camino que levantan los zapatos en la huida. Una nube de tiempo que de vez en cuando descarga sus nostalgias. Acuarimántima clava sus raíces en el alma de la montaña. Saca a la intemperie la sed infinita del mar. Es ese tipo de ciudad mítica donde se acuesta la ternura, donde la inocencia encuentra su último reducto. Es ese tipo de ciudad maldita donde late la estética del desengaño, donde la soledad baja los brazos y definitivamente se queda a solas. Es un mundo de contrastes que en el fondo refleja el carácter de todo ser humano. Es un paisaje cargado de acuarelas en el que los colores vivos esbozan un hedonismo próximo a la bohemia, un deambular desenfadado cuyo fin último descansa sobre los brazos del placer, una sucesión de estaciones en cuyos horizontes sueñan las tardes. Un universo de colores apagados donde duerme a pierna suelta la decepción, un cierto hastío o desazón que roe sin descanso la conciencia.

Rosas negras desencadena un rumor de viento enfurecido que se filtra a través de las esdrújulas, como banda sonora sujeta al pensamiento. La danza exótica de unos cultismos que palpitan en el verso como cicatrices que suenan constantemente, aunque no dejen huellas físicas. El vaivén de unas aliteraciones que reduplican el cansancio de estar vivos. Y un hilo de esperanza, un hilo de rebeldía que teje la palabra en su paso por el folio.

Para afrontar con ilusión el desencanto hacia los postulados burgueses, hacia la vulgaridad del realismo, el poeta evoca un atlas idealizado donde se dan cita un pasado lleno de misterios y de sueños, y una infancia marcada por los símbolos: una naturaleza domesticada en la estética de los jardines y una fuente que late al mismo ritmo del poema, como un corazón incapaz de salir ileso más allá de la mañana. El tiempo saca a relucir su látigo igual que un viento desapacible, igual que la estampa de un recuerdo que arde entre cenizas.

Hay que traspasar los límites, trasgredir las fronteras, para saborear el reclamo infalible de la entrega y morir satisfecho de haberle exprimido a la vida el mayor jugo posible: una sonrisa entra las sombras de la nada. Una copa de vino en la soledad de las noches. Un beso que tiembla de dolor en la llama.

La vida es un funámbulo, sin redes en el abismo, que arranca en el corazón de la tierra y termina en el silencio, sin latido, del amor.

Porfirio Barba-Jacob retrata con ternura el vivo recuerdo de su novia, dibuja un ubi sunt de contenido homosexual en el que la pasión y la juventud se conjuran para vencer a la muerte o engañar a esas horas que se pierden sin remedio. Sale en busca de la belleza como un modo de enfrentarse cara a cara con Dios y, sin embargo, dialoga a veces con el diablo, se arroja en brazos del gozo, duerme a la intemperie de la rosa.

La rosa es negra porque los pequeños detalles duran un instante, porque el perfume que seduce al lector ya no vuelve a las flores, porque el poeta prefiere los caminos poco transitados para no seguir la estela de las masas, para nadar contracorriente, en esa libertad que te permite elegir tu propio trayecto. No hay nada más edificante que trazar un sendero sin huellas. No hay huellas tan intensas como las que uno va dejando a su espalda. Y en su espalda, con ansias de inmortalidad, siguen vivos estos versos.