31 Mar SÁNCHEZ SANZ, PEDRO. LA TEMPLANZA Y OTROS GEOREMAS
LA TEMPLANZA Y OTROS GEOREMAS
Cuando uno trata de comprender el concepto de la paronomasia, no cae en la cuenta de que a veces el azar es nuestro mejor aliado. Quería buscar el significado de “Georemas” para arrancar el análisis del magnífico poemario de Pedro Sánchez Sanz desde el mismo título y para mi sorpresa no existe tal palabra. Es un neologismo con el que el poeta procura englobar un universo accesible al público, pero totalmente personal, como si nos abriera de par en par las puertas de su alma, como si diera rienda suelta a un mundo interior propio, a un modo de asomarse a la realidad, a unos ojos que observan mucho más que nuestros pasos, que van más allá de nuestra mirada. Acudo al diccionario de la RAE y me remite a “Georama”: Globo geográfico, grande y hueco, sobre cuya superficie interior está trazada la figura de la Tierra, de suerte que el espectador que se coloca en el centro de dicho globo abarca de una ojeada el conjunto de los mares, continentes, etc. Y ese es el objetivo del que escribe. No se decanta tanto por su papel de autor, sino que se desenvuelve en mejores condiciones bajo el arrullo de un observador, al que le duelen los sinsabores de la vida, quien se rinde a la pausa del que nada espera salvo dejar una pequeña impronta en el lector. Un francotirador que desde su tribuna lanza encendidas palabras como única arma de combate.
Pedro Sánchez Sanz se vuelca en la estética del detalle, en el canto vivo de la palabra, en la vida derramada adrede sobre la frágil tumba del papel como si, de esa forma, cobrara de nuevo sentido, se hiciera de carne y hueso, latiera la existencia por segunda vez. Es un buscador de tesoros que no pretende quedarse con las joyas. Más bien, prefiere desenterrarlas, dejarlas a la vista de todos. Compartir ese gramo de felicidad con los demás. No se detiene a coger la luna con los dedos, sino en disfrutar de la estampa, de los diminutos milagros que la luz va dejando en la senda de la noche, de los corazones rotos que la belleza abandona a nuestros pies. No hay que mirar muy lejos para sentir la caricia del amor. Simplemente hay que saber mirar. Levantar la mirada para contemplarnos desde cerca. Comprender que a un paso de nuestros dedos puede estar todo nuestro mundo.
El poeta recorre la distancia entre dos puntos. ¿Acaso es algo más la vida? En ese viaje por los laberintos de la conciencia, huye de los dogmas impuestos por la sociedad, no se deja llevar por la cara sonriente de las apariencias y se desnuda desde dentro, cada vez que sale a la superficie para coger aire, para respirar.
Se refugia en la literatura a sabiendas de que un paisaje hermoso desbarata cualquier verso. Escribe el horizonte a medida que pasa sentado en el asiento reflexivo de un tren. Aplaca la soledad con el antídoto del compromiso confesando que la única forma de vivir de lleno es a pecho descubierto. Muestra sus puntos débiles y es consciente de que el capricho de unas olas, o la venda blanca de la niebla puede empañarnos el presente, desmontar los cimientos más sólidos. Y no le caen prendas cuando anuncia abiertamente que necesita ayuda, que la vida es un camino tan íntimo que requiere del abrigo de la gente, que la poesía es un tránsito tan personal que busca desesperadamente el diálogo, un espejo insignificante donde puede uno asomar sus ojos, desatar sus miedos. La mejor manera de encerrar la belleza en un soporte en el que cualquiera puede contemplarla con la esperanza de que se repita como el eco de unas voces.
Pedro Sánchez Sanz convive con la duda como el estímulo necesario para seguir adelante, como la fórmula eficaz para salir a la intemperie, como el fantasma inseparable que nos recuerda que sólo sirve el instante y todo es pasajero. El marco en el que uno se encuentre carece de importancia. Lo verdaderamente importante es que uno se encuentre. De esa forma podremos sentirnos como en nuestro hogar en cualquier parte. Pisar ese mundo de sombras del que brota de cuando en cuando un beso de luz. Desmenuzar el mapa en miniatura de un día cotidiano antes de que el tiempo lo cubra de hojas, desconche las paredes del futuro y recuerde con nostalgia una pasión abrazada a las calles solitarias, a una imagen en ruinas que ansía el calor de una mirada.
La templanza y otros georemas cultiva una poesía próxima a la meditación, un espíritu de calma imprescindible para entender el universo, para deambular por los senderos luminosos de la existencia. Uno no debe escribir cuando se está quemando los dedos, sino cuando ha sido capaz de asumir y asimilar la realidad del momento. En esas circunstancias el corazón late de manera espontánea, sin necesidad de montar un número de circo. Y el sentimiento se filtra entre los recovecos del verso y se queda para siempre a la espera de que un lector lo rescate del papel.
A pesar de los vaivenes de las olas, el hombre ha de estar siempre alerta a la emoción, a la sorpresa, a la sensación de coger con las defensas bajas a la sonrisa. Y desplegarla con la sencillez del que bosteza cada mañana, sin aspavientos, con naturalidad. El exotismo que se asoma en estos folios es fruto de la reflexión, de una filosofía abocada a la búsqueda de una paz interior imprescindible para afrontar los quehaceres cotidianos.
Pedro Sánchez Sanz profesa su admiración por los maestros de la literatura rusa al recrear los últimos momentos de Tolstoi, un alma del pueblo que quiso morir con honores de pobre. Su amor por la cultura alemana e inglesa se ve reflejado en un Locus amoenus donde el mar cuenta el rumor de sus olas, los pájaros recitan de memoria sus nostalgias y la calma se hace palabra. Un viaje por Europa dominado por el asombro, en el que el olmo viejo de Machado deja su paso al árbol de la añoranza de Cernuda. A la cicatriz que le deja el deseo, se une la realidad del exilio y su conocimiento del mundo anglosajón.
La templanza es tan sólo una búsqueda, un reclamo indispensable para derrotar al desánimo, para decirle sin miramientos que continuamos en la brecha, pues la existencia nos revela muchos puntos cardinales en los que es posible todavía el refugio, en los que el latido de una pasión reanuda su marcha como esos rayos de sol que nos ciegan en el camino, pero al mismo tiempo nos insuflan el calor suficiente de una vida que merece la pena. Vivir, a pesar de los pesares, es el mejor remedio para el que camina, para el que se conduce guiado por su instinto. Al final todo vuelve a su sitio. Quizás nos falte la calma para cultivar la paciencia.
La templanza y otros georemas reconstruye una historia de amor a través de unas cartas, un fuego que arde en la hoguera de la memoria como esa niebla que juega al escondite con el paisaje. Un murmullo de hojas incapaces de guardar un secreto. Una caligrafía de luz invadida por las sombras, por la noche. Un recuerdo que, al evocarlo en el poema, nos abriga la conciencia.