VIVIR EN LAS ALTURAS

VIVIR EN LAS ALTURAS

VIVIR EN LAS ALTURAS

Nunca escribo nada personal en las redes sociales ni en mi página web. Es cierto que en mis poemas o en mis relatos pueden aparecer, como un náufrago despistado, bajo un mar amable y una isla solitaria, pinceladas de mi propio yo. Pero también es verdad que a veces el personaje que los dirige no se parece en nada a mí. Hoy he decidido cambiar de táctica por la sencilla razón de que mi cabeza está tan saturada que no tiene más remedio que sacar a la luz los fantasmas que me atormentan, con el fin de que las aguas del cauce inestable de mi vida se tranquilicen y cualquiera pueda mojar sus pies en ellas, sin el riesgo de empaparse hasta los huesos. Hoy quisiera definirme como persona con la esperanza de que sea capaz de convivir con mis miedos. No tengo dudas de cómo soy, ni pretendo luchar en  mi contra. Aunque quizás el hecho de esbozar unas palabras por escrito me ayuden a ver la realidad con una claridad suficiente como para que se despejen de una vez las nubes que me ciegan. Perdonadme si soy demasiado sincero. No escribo para nadie en particular, sino para mí mismo. Los que me conocen saben con absoluta certeza que he pasado unos meses de locura. Que la vida me ha puesto varias zancadillas y he clavado las rodillas en el suelo varias veces. Sin embargo, las heridas que más me han dolido han sido las invisibles, aquellas que te agarran del cuelo por sorpresa y se niegan a soltarte de ninguna de las maneras. Me he pasado unos cuantos meses oculto en el laberinto indescifrable de mi corazón en busca de una respuesta a una pregunta tan sencilla como cruel. ¿Dónde se marcha el amor cuando se acaba? Cuando algo muere, no hay forma de resucitarlo, mas uno se aferra a un clavo ardiendo hasta que puede abrir los ojos por sus propios medios. He mostrado una actitud lamentable y patética al esconderme entre las lágrimas. Al negarse mi cuerpo al sustento que le da energía. Al no dormir el tiempo necesario para ponerse de pie.

Tengo un hijo de tres años. Lo normal es que uno se entregue a él en cuerpo y alma. Lo he hecho sin descanso, a pesar de que mi caja de resonancia sonaba a hueco. Sin embargo, ha sido su presencia la que ha empujado de mí, la que me ha susurrado al oído: Papá, no te pongas triste. Levántate de una vez por todas. Y eso he hecho, con la dificultad del que se tropieza de bruces con esa soledad impuesta por las circunstancias, con la dificultad del que no encuentra esa soledad que nos hace ser un poco más libres. No soy de los padres que figuran como tal, sino de los que procuran cumplir con el cometido, de los que no le asustan las responsabilidades, de los que tienen como objetivo llegar a ser mejor persona cada mañana. Soy de esas personas que viven felices con lo que han podido elegir. De esas personas que no tienen todo lo que quieren, pues la existencia no siempre está de nuestra parte, pero sí quieren todo lo que tienen. Os habéis dado cuenta de que soy un hombre separado. Que me quejo por gusto. Hay mucha gente que sufre mi misma situación y sigue adelante sin problemas. Yo he ganado la posibilidad de escuchar con mayor atención a mi niño. Yo he ganado la posibilidad de disfrutar de su compañía plena. Un acontecimiento indescriptible. Una experiencia única.

He seguido al pie de la letra el mensaje de uno de mis poemas escrito hace unos quince años. Cuando entren todos mis fantasmas, háganme el favor de cerrar la puerta. He girado la llave de mi habitación y, al tirar del pomo, se ha colado una pequeña luz de esperanza. He encontrado el camino y he salido a la calle. La familia y los amigos han hecho todo lo posible por que la angustia desapareciera. Por unos días he vuelto a la vida. Para algunos puedo resultar una persona de encefalograma plano. Insensible ante todo. Hay sólo dos o tres cosas que me conmueven. Las que me remueven por dentro. Del resto soy un ignorante o un manazas. Simplemente constato una realidad. Soy consciente de ello. Sé quién soy y no voy a cambiar en nada. No es que no desee hacer más cosas. No es eso. Es mi forma de encarar el día a día. Soy un perfeccionista al que le gusta que sus proyectos sean inmejorables. Al menos, que cuenten con toda mi energía. Y para ese fin el tiempo es limitado y las fuerzas no han de dispersarse por todos los perfiles. Pero la gente piensa que soy manejable sin darse cuenta de que la educación o la capacidad de prestarles un oído a los demás no significan que les hagas caso. Suelo ser muy estable. Siempre dispuesto a escuchar al compañero. Siempre con una sonrisa en los labios. No soy de los que viven en ambos lados de la balanza, sino de los que permanecen quietos en su centro. Mi estado de ánimo suele ser siempre el mismo. No suelo tener malos días, salvo que un acontecimiento principal desbarate mi alegría. Si el coche se avería, no pierdo los nervios y lo llevo al taller. Si algo se rompe, intento reponer el objeto o, en su defecto, llegar a la conclusión de que todo tiene un fin.

No sirvo para funámbulo. No mantengo bien el equilibrio cuando pendo de una fina cuerda. Mis pies se cansan de no pisar terreno firme. No soy tan valiente como para caminar en el alambre. De todos modos, hay momentos en la etapa de cualquier ser humano en los que es necesario beberse la noche, acostar el sueño entre las sábanas y salir en busca del tuyo. Ahora intento vivir antes que dormir. Intento besar las estrellas a la espera de que el amor me bese a mí. Lo he besado y me ha besado, aunque se ha escurrido entre las sombras de la noche. Es la crónica de una muerte anunciada. Sin embargo, uno aplica una mente de aumento en el miedo de esa pequeña luz y contempla desde la distancia el sueño de una hoguera. Desea quemarse los dedos. Quemarse el alma. Es evidente que las oportunidades no llegan cuando uno las planifica, sino que se presentan en tu puerta cuando uno no se las espera. No esperar un acontecimiento no quiere decir que no se le pueda abrir las puertas de par en par, hacerle un hueco, hacerle frente a un sentimiento que nos ha cogido desarmados. Desarmados es el mejor modo de disfrutar de los minúsculos detalles

Como os iba diciendo, ese pellizco en el pecho se había esfumado, el dolor de una ruptura se había extinguido desde el momento en el que fui capaz de dar un paso al frente, en el momento en que asumí la realidad de los hechos, y salía por las noches con mis amigos. Me cuesta la misma vida dar un paso al frente. Parece que voy a morir en el intento, porque, cuando lo doy, es para no volver la mirada atrás. Me arranco a pellizcos la herida. Me lleno las manos de sangre. Me vacío del todo hasta que no queda un mínimo aliento del pasado. Suele ser muy intenso, tremendamente doloroso. Aunque efectivo. Es el único modo que sé de salir airoso de las desgracias. Había alcanzado esa tranquilidad que me deja dormir a pierna suelta, que me permite disfrutar de la comida, que me arranca la sonrisa por los pequeños detalles. No voy a ser un hipócrita y confesar abiertamente que era feliz. En cambio, había recuperado la capacidad de concentración y lo verdaderamente trascendente, había aprendido a escucharme de nuevo, a apreciar mi voz entre el ruido de la gente. Llevaba demasiado tiempo escuchando los latidos del corazón, cuando lo que hay que hacer es darles motivos para que latan, para que quieran salirse de mi pecho.

Al poco tiempo llegó ese motivo y esa innata habilidad mía de meter la pata, de equivocarme más veces de las debidas. Aunque sin mala intención, movido por mi incapacidad de gestionar la paciencia. Mis amigos me aconsejan que hay que ser más duros, poner obstáculos en el camino. Dicen que la gente no valora aquello que se consigue de forma tan sencilla. No obstante, yo les respondo que demasiadas zancadillas nos pone la existencia como para que seamos nosotros quienes nos hagamos daño por placer. No tengo inconveniente a la hora de dar la cara. A la hora de poner en evidencia mis sentimientos. A la hora de mostrarme vulnerable. Soy excesivamente transparente, pero soy así. Y no tengo intención de cambiar. Me invitan a que no me tome los hechos demasiado a pecho. Saben también que las alegrías las enfoco de la misma manera. Toda actitud ante la vida tiene sus pros y sus contras. No hay una fórmula infalible. A pesar de todo, no tengo miedo al riesgo. Me lanzo de cabeza a su piscina sin mirar muchas veces si en su fondo hay agua. Me rompo la cabeza, mas así es como quiero vivir eternamente. Cometo el error de no entender a aquellas personas que no muestran mi misma filosofía, cuando su postura es igualmente válida a la mía. Y después de caerme, me he dado cuenta de una verdad: estaba preparado para comprometerme, pero es muy probable que no lo estuviera para el rechazo. Preparado para el riesgo, pero no para besar de nuevo el vacío. Aún así, he aprendido una nueva lección. Cada vez me conozco más a fondo y, en definitiva, el único que me tiene que aguantar toda la vida soy yo.

Ya os he dicho que no sé mentir, que en unos minutos conmigo la gente sabe cómo soy y que ese comportamiento a veces no es tan ventajoso como uno quisiera. Ya os he dicho que soy transparente. Permitidme un símil. Cuando era pequeño iba casi todos los años al Tívoli y allí había un laberinto de espejos en los que solía perderme con la intención de encontrar la salida cuanto antes. Tras dar unas cuantas vueltas, veía claramente la escapatoria, y las ganas por ser de nuevo libre, por respirar el aire de la calle, me empujaban a correr sin miedos hacia el exterior. Para mi desgracia, en más ocasiones de las esperadas, la vista me jugaba malas pasadas y me chocaba de bruces con los espejos y caía al suelo derrotado. Podría decir que ese entusiasmo no merecía la pena. Mas la realidad es que las pulsaciones se aceleraban con tal ímpetu que vivir en una nube era un hecho insólito, el único motivo por el que merecía seguir viviendo. Soy de los que le dan muchas vueltas a las cosas, pero siempre me dejo guiar por lo que siento. Y cuando doy un paso, sólo me preocupa si estoy a gusto con esa persona. Y cuando doy un paso, no dejo en la estacada a mis palabras. A la postre es lo único que tengo. El único animal que siempre me es fiel.

Soy un corazón que no tiene cabeza. Y así me va. No os asustéis. Todavía espero en la calle ese sol de invierno contra la borrasca, el último aliento de la esperanza. Todavía espero el sol de los días futuros. Todavía espero que el pensamiento se haga sentimiento y el sentimiento me eleve de nuevo hasta las nubes. Y si alguna vez caigo, podré contarle a mi hijo lo bien que se vive en las alturas.