24 Feb ANÁLISIS DE EN MANOS DE ORFEO, DE ALEJANDRO PÉREZ GUILLÉN, ESCRITO POR CARMEN SAIZ NEUPAVER
ANÁLISIS DE EN MANOS DE ORFEO, DE ALEJANDRO PÉREZ GUILLÉN, ESCRITO POR CARMEN SAIZ NEUPAVER
Quizás no sea preciso extenderse demasiado en presentar a un poeta como Alejandro Pérez Guillén, un auténtico narrador de emociones que busca en la metáfora un bastión de infinitas proporciones estéticas, una apuesta en sí mismo del doblaje de la propia belleza en lo sutil. Nos encontramos ante un escritor que, si bien ha coqueteado con el relato corto, apoya su pasión principalmente en el complicado género de la poesía, prueba de ello es que ya es padre de cinco poemarios, tales como Entrevista con la palabra, Sueños de hadas sin hada madrina, Monedas de papel y Matar a Narciso. Es por tanto éste, “En manos de Orfeo”, su quinto logro en el mundo del verso, además de dedicar parte de su tiempo a realizar de forma encomiable reseñas literarias de todo libro que se precie y a participar como columnista de diversos medios de comunicación. Buen amigo de sus amigos y comprometido con la palabra, su valía literaria no va reñida con la humildad, algo que en estos tiempos cuesta encontrar en los círculos literarios. Podríamos decir que, sin pecar de tentativa de exhibicionismo, se despoja ante el lector de todo trapo, lo que demuestra un solvente desafío —que no provocación— de representar la onda expansiva del recuerdo, pasando por el amor y la ausencia, un crédito de fantasmas contraído por las contrariedades o las heridas abiertas.
Precisamente el eje de su poemario, En manos de Orfeo, gira en torno a cinco capítulos donde gravita virtuosamente el misticismo del recuerdo y una cierta tendencia a la desolación, no sabemos si premeditada o accidental. Sea o no fortuita esta propensión al pesimismo que sobrevuela en la mayoría de sus poemas, deduzco que proviene de una elección selectiva de imágenes y fantasmas a riesgo, por supuesto, de que se vean adulterados o falsificados de forma inconsciente pues, como decía Caballero Bonald, recordar lo vivido equivale a inventarlo.
De sobra es sabido que recordar no es un ejercicio piadoso, pero rara vez la literatura no intercambia luces y toda raza de misticismos para el uso reservado del poeta retroalimentado de su propias vivencias. Ahora bien, cuando se participa activamente desde la palabra en el recuerdo —y así lo hace Pérez Guillén— el pasado y la poesía son vasos comunicantes. Aflora una necesidad casi vampírica, una comunión bucólica entre verbo y pasado, esa primitiva reciprocidad entre las huellas de la infancia y la escritura poética donde se sustentan esos pecios que componen la ceniza. En esa línea, no es extraño que Alejandro, valiéndose de la disposición poética que lo caracteriza, se arranque a convertir en baluarte creativo la sensible conciencia de la memoria o ese espacio de la niñez donde lleva a cabo un auténtico aterrizaje emocional. Sin olvidar —como no podría ser de otro modo— la figura de una madre que a temprana edad dio desde la ternura un paso al frente. Es en ese momento cuando el poeta ratifica con firmeza que “Un paso al frente es un paso atrás hacia el recuerdo”.
En la tercera parte del libro predomina también cierto pozo de nostalgia, pero abarcando a su vez la rogativa amorosa del recuerdo. Poemas entrañables como “Ven, amor”, “Pensando en ti” o “Ven a buscarme”, evidencian el pálpito lamido de añoranza, los gemidos de un tranvía en el andén, la soledad del viaje… Todos, a todas luces, parte integrante de un ritual categórico de huellas alrededor del verso, una ceremoniosa sobremesa de caricias inermes como ropa tendida de un tiempo mal cicatrizado.
No hay duda de que el escritor quiere ponernos en su lugar, dentro de esa dimensión defendida y colonizada por la memoria desde la impronta del ocre parpadeo de lo flagrante. Se trata de un codazo cómplice, más allá de la significación del tiempo, de un mundo, dice, excesivamente lejano.
A partir del cuarto capítulo del libro, titulado “En el abismo”, Pérez Guillén apela a la indefensión, y en una comparativa con Orfeo en su grito de orfandad, protagoniza versos como estos…“El recuerdo será un infierno impropio, donde una mirada hacia atrás, a esas estampas viejas, nos devuelve un espejo de mentira”; o “El frío de los inviernos no debe calentarse con los recuerdos”
Este capítulo está repleto de alusiones a la soledad, la muerte, un accidente de huellas que colisionan con el presente, la fuga hacia el pasado del propio pasado, “ese espejo de sombras difusas” al que invoca con la acidez propia del hombre que fue y no se encuentra.
Y finalmente, dos poemas cierran la última parte del libro. Por un lado, un recado franco al lector, con preguntas claras que protagonizan la falta de fuerzas para seguir escribiendo con algún fin equívoco y poco compasivo. Un último alarido de flor temblorosa o náufrago aturdido…
Por último, concluye el libro con un poema terrible de renuncia, el abandono premeditado de la palabra, amén del miedo que provoca ésta en los demás. Y aunque pueda parecernos un final abiertamente agrio, no debemos considerarlo un retiro derrotista ni el arranque de estigmatizar la palabra, pues sabemos que Alejandro Pérez Guillén no renunciará a ella, porque sencillamente hay designios como éste fuera de todo alcance. Después de todo, el veneno del poeta es su propio antídoto.