06 Jun RODRÍGUEZ, ELENA. TODA LA LUZ
ELENA RODRÍGUEZ, TODA LA LUZ
La vida es una apuesta decidida por el riesgo. Es una ola que abraza el cuerpo que se moja. Es el agua que rompe en múltiples latidos. Es la roca que observa el horizonte al filo del abismo. Es el faro que alumbra a tientas el rebelde corazón de un barco. Es el solitario que se detiene un instante para acunar los restos de un naufragio. Es el que persigue sus pasos en la arena, a pesar de los tropiezos. Es un gesto de amor que se burla de la muerte.
Elena Rodríguez anuda el relámpago con un lazo de palabras para que se encienda el deseo torpe del folio, el contorno exacto de la hermosura que estalla y en unos segundos desaparece, el pulso acelerado de la existencia que se acuesta en el papel, con el afán de latir en otros ojos. Recrea un Locus amoenus donde un río le canta a la tarde la lenta canción del asombro, unas flores derraman el perfume descompuesto de los recuerdos, el viento compone las ruidosas notas de unos enamorados y el miedo de una hoja acoge las dudas insomnes de la conciencia.
Toda la luz supone un canto sosegado a la paciencia, un ramo desnudo a la sonrisa, un puente despierto hacia la familia, la inocencia dormida de la infancia, el refugio de un verso que, al igual que nuestros actos, no ha de caer en la precipitación, sino que debe aprender a jugar con el tiempo, como ese reloj de pulsera que requiere de una muñeca para dar sus pasos.
Elena Rodríguez esboza la estética del instante, el silencio de un bosque como una caricia que da sentido a todas las preguntas, como una hoja que danza en el aire hasta caer rendida sobre la tierra, como unos dedos inquietos que le hacen cosquillas a todas las raíces.
Toda la luz reivindica el papel de la mujer a lo largo de la historia, desde el episodio bíblico de Judit cuya valentía no debe morir en brazos del olvido, hasta la heroica soledad de Circe en manos del amor. Traza el cuerpo como un mapa donde duermen las caricias, la piel como ese cielo cargado de nubes o de cicatrices donde el mundo se hace más habitable, más humano. Le otorga dignidad al vagabundo y juega a domar las palabras con el látigo de la ternura.
Elena Rodríguez ha tenido tan de cerca a la muerte que ha comprendido que no existe la eternidad en las tormentas. Se contenta con ese paseo cotidiano por los confines de la tarde, con ese sol de soslayo que, a modo de abrazo, la acompaña en el camino. Rompe con los tópicos asociados al poeta y a la tristeza. Es feliz porque es capaz de contemplar la hermosura de las cosas. Es feliz porque libremente puede contarla en el poema.