13 Oct PRÓLOGO DE SOL DE INVIERNO CONTRA LA BORRASCA, DE ALEJANDRO PÉREZ GUILLÉN, ESCRITO POR JOSÉ MARÍA MORENO CARRASCAL
PRÓLOGO
(AL LIBRO DE POEMAS SOL DE INVIERNO CONTRA LA BORRASCA
DE ALEJANDRO PÉREZ GUILÉN)
La celebración por el amor logrado y la reflexión elegíaca que provoca el amor que no pudo ser, o ya no es, se pueden transformar, por obra del arte poético, en motivo o tema central de un libro o del conjunto de la obra de un poeta. Y esto ha sido así, desde los clásicos antiguos y los poetas del yo romántico, hasta nuestros días. Desde Safo y Dante Alighieri a Heinrich Heine y Gustavo Adolfo Bécquer, desde Francisco de Aldana y Lope de Vega a Luis Cernuda, Pedro Salinas, Jaime Gil de Biedma o Julio Mariscal, escribir versos de amor, o desamor, ha sido siempre una apuesta por la impudicia lírica suprema: la de revelar a quien nos oye o nos lee nuestras ensoñaciones y pulsiones erótico-amorosas, nuestros gozos y fragilidades surgidos de las incursiones, duraderas o no, en el territorio no siempre predecible del amor.
Como auxilio formal en la tarea de celebrar el gozo, el poeta recurre a la metáfora viva. Como bálsamo ante lo perdido, el poeta dispone de la discutible asistencia de la memoria y la nostalgia. Y, en ambas situaciones, siempre queda el apoyo expresivo de la naturaleza y de la vida que bulle en los objetos que pueblan lo cotidiano.
El poeta enamorado descubre, una y otra vez, esas pequeñas verdades más o menos contradictorias (que podrían resumirse en máximas del tipo: “la experiencia erótica nos libera momentáneamente de la urgencia del deseo”, “el sentimiento de amor logrado nos eleva y a la vez nos ata a nuestros propios miedos”, “el dolor que la pérdida causa nos purga de vanas ilusiones” etc.), las cuales, a modo de advertencias o consejos, forman parte del cúmulo de vivencias a las que llamamos historia sentimental particular. Sabido es que la experiencia de lo particular adquiere validez universal gracias al poder transformador y comunicativo de la palabra poética – y, cabría añadir, de la atenta mirada de los lectores de poesía, esa inmensa minoría a la que Juan Ramón Jiménez se refirió.
Es precisamente un retazo de su historia sentimental última la que Alejandro Pérez Guillén, desde su rincón sureño en las estribaciones de la sierra que mira al Atlántico andaluz, nos propone compartir en Sol de invierno contra la borrasca. El aún joven poeta lleva ya varios libros de poesía invitando al lector a convertirse en cómplice de sus pequeñas intimidades y epifanías líricas, las cuales bien podrían ser las nuestras. Se vale para ello de un lenguaje aparentemente sencillo y cotidiano en el que el oportuno uso de bien distribuidas imágenes, metáforas y demás recursos poéticos da vuelos a un conjunto de breves historias, invocaciones y ensoñaciones amorosas que incluyen siempre una reflexión lírica sobre la experiencia. Una ágil utilización del uso del verso libre de formato corto, en estrofas igualmente breves, articula, desde un punto de vista formal, un poemario estructurado en cuatro partes.
Tras una breve sección titulada Intenciones (“Hoy me lanzo al abismo que me atrapa / sin más escapatoria que tu nombre”), los versos se agrupan en cuatro secciones cuyos significativos títulos (Un Nido sobre el Árbol, Sol, Inviernos, Borrasca) introducen al lector en el tono del poemario y en el estado de ánimo desde el que el poeta escribe. El tono elegíaco predominante en cada poema, y en el conjunto del libro en general, no excluye espacios para la esperanza (“Hoy empiezo a escribir / un mañana insondable”) – resultado, quizás (conjetura el lector), del gozo de un nuevo amor en el que un nuevo erotismo y una nueva ternura acaban por ahuyentar los fantasmas de la nostalgia. Tal como apuntábamos en el segundo párrafo, el recurso a los elementos de la naturaleza (en este caso el paisaje que rodea el pequeño pueblo en el que Alejandro Pérez vive y trabaja como bibliotecario), así como las referencias constantes a las estaciones (fundamentalmente el invierno y el otoño) y los referentes cósmicos cotidianos (la noche, y el atardecer, básicamente) proporcionan, en la mayoría de las composiciones, el arranque del poema o el necesario complemento o contrapunto a la intensidad del sentimiento de pérdida o ausencia predominante en estos versos – se trata del mismo recurso estilístico que, por sus efectos terapéuticos, los románticos clásicos europeos (Wordsworth, Heine; y, felizmente, nuestro Bécquer, cuyos mejores ecos resuenan en este poemario) tan efectivamente usaron. Es el caso, entre otros, de “Girasoles”, “Otoño en llamas”, “Hojas”, “Las aguas del pantano”, “Insuficiencia”, “Alma de fuego”, o el breve poema final que da título al libro, “Sol de invierno contra la borrasca”.
Tal como el atento lector podrá comprobar, no hay nada en estos versos vivos de amor y soledad que suene a impostado o solemne, y ello es así, a pesar del no infrecuente uso de líneas cortas, cuasi sentenciosas, pues éstas, gracias al oficio del autor, se hayan siempre insertas en el sitio apropiado, sin que sufra por ello el fluir natural del poema (así en el poema titulado “Las nubes”: “Un modo de mirar / a veces es un modo / intenso de vivir.”), o en el breve “A medias”, donde analogía y paradoja se aúnan para lograr el efecto deseado: “Enamorarse a medias / es igual que acudir a un espectáculo / sin público. / Lanzar un beso / a la persona equivocada. / Llorar sin lágrimas.” Por otro lado, la utilización puntual de un cierto tipo de humor supone un respiro en medio de la anécdota, normalmente nostálgica, de la que parte el poema. Es el caso de “Refresco sin hielo”. En este poema –que ciertos sectarios de la corrección política o del gueto feminista académico tacharían de inapropiado – , mediante el uso de la tercera persona, el narrador-protagonista ve como “una sonrisa azul dibuja el sol / a la espalda de la camarera” que en un terraza le sirve un refresco, después de haber respondido a la acostumbrada pregunta: “¿Qué desea?” con estos dos versos: “Un refresco sin hielo / y morderte los labios.” Otras veces son los objetos más prosaicos (un pantalón vaquero, o unos zapatos, en el poema titulado “Camuflaje”) los que vienen a dar vida a unos poemas en los que Alejandro Pérez logra armonizar reflexión lírica y vida, memoria y presente, ensoñación amorosa y fisicalidad (de forma ejemplar, en el titulado “Tardes de domingo”).
Ocasionalmente el autor introduce en la secuencia de poemas un alejamiento del yo actual; surge entonces el mundo lejano de la propia infancia (“El escondite”), o el cercano ejemplo del hijo pequeño que inocentemente juega con una flor un juego de mayores (“La rutina”). Y en el caso del impresionante poema “La mosca” -en el que el frágil protagonista de la historia es un niño del Sahel-, el autor decide salir totalmente de su entorno geográfico vital para recordarnos que el poeta no puede vivir de espaldas al sufrimiento y al dolor de los otros.
Sin caer nunca en la sentimentalidad fácil, Sol de invierno contra la borrasca ofrece al lector una mirada pausada y a la vez intensa al mundo de los sentimientos que el amor o mejor dicho, su ausencia provoca en nosotros.La lectura de estos poemas de amor, como intimidades susurradas al oído por el poeta, supone un regalo en unos tiempos tan poco propensos a la voz baja, a ese tono menor que en poesía, en la buena poesía, es el duradero, el que deja, sin fuegos de artificio ni alharacas à la mode, la pequeña huella de lo que nos deleita y enriquece.
. Ormondbythe Sea, Florida, noviembre de 2015
José María Moreno Carrascal